domingo, 12 de marzo de 2017

EL CIENTÍFICO REBELDE

EL CIENTÍFICO REBELDE

Si la ciencia dejara de rebelarse contra la autoridad, no merecería los talentos de nuestros niños más brillantes.

Freeman Dyson

1 Cuando el científico es un rebelde No existe en absoluto una única visión científica, del mismo modo que no hay una única visión poética. La ciencia es un mosaico de puntos de vista parciales y contradictorios. Sin embargo, hay un elemento común en esos puntos de vista: la rebelión contra las restricciones impuestas por la cultura dominante en el ámbito local, occidental u oriental, según el caso. La visión científica no es específicamente occidental. Al menos, no más que árabe, india, japonesa o china. Los árabes, indios, japoneses y chinos tienen una gran participación en el desarrollo de la ciencia moderna. Además, hace dos mil años, los comienzos de la ciencia antigua fueron tan babilonios y egipcios como griegos. Uno de los hechos centrales en cuanto a la ciencia es que esta no repara en lo que sea Oriente y Occidente, norte y sur, y negro, amarillo o blanco. Pertenece a todo aquel que esté dispuesto a hacer el esfuerzo de aprenderla. Y lo que es cierto en la ciencia, lo es también en la poesía. La poesía no la inventaron los occidentales. La India posee una poesía anterior a la de Homero. La poesía está tan inmersa en las culturas árabe y japonesa como lo está en la rusa y la inglesa. El hecho de que yo cite poemas en inglés no significa que la visión de la poesía tenga que ser occidental. La poesía y la ciencia son dones concedidos a toda la humanidad.

Para el gran matemático y astrónomo Omar Jayyam, la ciencia era una rebelión contra las restricciones intelectuales del islam, que se expresa de la manera más directa en sus incomparables versos: Y ese cuenco invertido que llamamos cielo, bajo el cual vivimos y morimos encerrados y arrastrándonos, no alces tus manos hacia él pidiendo ayuda, —porque él rueda tan impotente como tú o yo. Para las primeras generaciones de científicos japoneses del siglo xix, la ciencia era una rebelión contra su tradicional cultura de feudalismo. Para los grandes físicos indios de este siglo (Raman, Bose y Saha), la ciencia fue una doble rebelión: primero contra la dominación inglesa, y en segundo lugar contra la ética fatalista del hinduismo. Y también en Occidente, desde Galileo hasta Einstein, ha habido grandes científicos que han sido rebeldes. He aquí cómo describía la situación el propio Einstein: Cuando estaba en el séptimo grado en el Luitpold Gymnasium de Múnich, fui convocado por mi tutor, que me expresó el deseo de que yo abandonara el centro. Al decirle yo que no

había hecho nada malo, se limitó a contestar: «Su mera presencia hace que la clase me pierda el respeto». Einstein se alegró de poder ayudar al profesor. Siguió su consejo y abandonó el instituto a los quince años de edad. Con este ejemplo, y otros muchos, vemos que la ciencia no está gobernada por las reglas de la filosofía o la metodología occidentales. La ciencia es una alianza de los espíritus libres de todas las culturas, y se rebela contra la tiranía local que cada una de ellas impone a sus hijos. En la medida en que soy un científico, mi visión del universo no es reduccionista ni antirreduccionista. No sirvo para adscribirme a «ismos» occidentales de ninguna clase. Me siento un viajero que realiza el «viaje inmenso» del paleontólogo Loren Eiseley, un viaje que es mucho más largo que la historia de las naciones y las filosofías, más largo incluso que la historia de nuestra especie. Hace unos años, una exposición de arte rupestre del paleolítico llegó al Museo de Historia Natural de Nueva York. Era una oportunidad estupenda para ver en un mismo lugar las tallas en piedra y hueso que normalmente se exponen separadamente en una docena de museos franceses. En su mayoría, las tallas estaban hechas en Francia hace unos catorce mil años, durante un breve florecimiento de la creación artística al final de la última glaciación. La belleza y la delicadeza de las tallas eran extraordinarias. Las personas que tallaron esos objetos no pudieron ser unos vulgares cazadores que se entretenían alrededor del fuego en una cueva. Tuvieron que ser unos hábiles artistas inmersos en una cultura de alto nivel. Cuando se ven esos objetos por primera vez, la mayor sorpresa es el hecho de que su cultura no es occidental. No guardan parecido alguno con el arte primitivo que apareció diez mil años más tarde en Mesopotamia, Egipto y Creta. Si no hubiera sabido que aquel viejo arte rupestre tenía su origen en Francia, habría pensado que procedía de Japón. Su estilo parece hoy día más japonés que europeo. Aquella exposición mostraba vívidamente que en períodos de diez mil años las distinciones entre las culturas occidentales, orientales y africanas pierden todo su significado. Durante un intervalo de cien mil años somos todos africanos. Y durante un intervalo de trescientos millones de años somos todos unos anfibios que caminan vacilantes como patos, saliendo de unas charcas secas a una tierra extraña y hostil. A esta larga visión del pasado se une la visión aún más larga del futuro que propone Robinson Jeffers. En un período de tiempo suficientemente largo, no solo es transitoria la civilización europea, sino también la propia especie humana. He aquí la visión de Robinson Jeffers, expresada en distintos pasajes de su largo poema «El hacha de doble filo» («The Double Axe»): Venid, pequeños. No valéis más que los zorros y los lobos amarillos, pero os daré sabiduría.

Oh, niños futuros: vendrá el infortunio; el mundo del presente navega sobre sus rocas; pero naceréis y viviréis después. También llegará un día en que la Tierra se arañe a sí misma y, con una sonrisa, se quite de encima a la humanidad: pero naceréis antes de que eso suceda. Llegará, sin duda, un tiempo en que también el Sol morirá; los planetas se congelarán, al igual que el aire sobre ellos; gases helados, copos blancos de aire formarán el polvo: que ningún viento sacudirá: este mismo polvo que reluce como suave luz de estrellas es viento muerto, el cadáver blanco del viento. También la galaxia morirá; el brillo de la Vía Láctea, nuestro universo, todas las estrellas que tienen nombre están muertas. Vasta es la noche. ¡Cómo has crecido, querida noche, recorriendo tus salones vacíos, qué alta estás!1 Robinson Jeffers no era científico, pero expresó la visión científica mejor que ningún otro poeta. Irónico, independiente, desdeñando al igual que Einstein el orgullo patriótico y los tabúes culturales, solo tenía miedo a la naturaleza. Se quedó solo en su inflexible oposición a los disparates de la Segunda Guerra Mundial. Los poemas de frenesí patriótico que escribió durante aquellos años eran imposibles de publicar. «El hacha de doble filo» se publicó finalmente en 1948, después de una larga disputa entre Jeffers y sus editores. Descubrí a este poeta treinta años más tarde, cuando las penas y la cólera de la guerra se habían convertido en un recuerdo lejano. Afortunadamente sus obras se están publicando en la actualidad y pueden ustedes leerlas por sí mismos. La ciencia como actividad subversiva tiene una larga historia. Existe una concurrida lista de científicos que estuvieron en la cárcel y otra en la que figuran aquellos que contribuyeron a sacarlos de la misma y con ello a salvarles la vida. En nuestro siglo hemos sido testigos de cómo el físico Lev Landau estuvo encarcelado en la Unión Soviética y Pyotr Kapitsa arriesgó su vida apelando a Stalin para que pusiera en libertad al primero. Hemos visto al matemático André Weil cumpliendo condena en una cárcel finlandesa durante la guerra de Invierno de 1939-1940, y a Lars Ahlfors salvándole la vida. El momento más sublime en la historia del Institute for Advanced Study, donde yo trabajo, se produjo cuando nombramos miembro del instituto al matemático Chandler Davis, con el apoyo financiero que nos proporcionaba el gobierno de Estados Unidos a través de la National Science Foundation. Davis fue entonces

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