EL CIENTÍFICO REBELDE
Si la ciencia dejara de
rebelarse contra la autoridad, no merecería los talentos de nuestros niños más brillantes.
Freeman Dyson
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Cuando el científico es un rebelde
No existe en absoluto una única visión científica, del mismo modo que no hay una única
visión poética. La ciencia es un mosaico de puntos de vista parciales y contradictorios. Sin
embargo, hay un elemento común en esos puntos de vista: la rebelión contra las
restricciones impuestas por la cultura dominante en el ámbito local, occidental u oriental,
según el caso. La visión científica no es específicamente occidental. Al menos, no más que
árabe, india, japonesa o china. Los árabes, indios, japoneses y chinos tienen una gran
participación en el desarrollo de la ciencia moderna. Además, hace dos mil años, los
comienzos de la ciencia antigua fueron tan babilonios y egipcios como griegos. Uno de los
hechos centrales en cuanto a la ciencia es que esta no repara en lo que sea Oriente y
Occidente, norte y sur, y negro, amarillo o blanco. Pertenece a todo aquel que esté
dispuesto a hacer el esfuerzo de aprenderla. Y lo que es cierto en la ciencia, lo es también en
la poesía. La poesía no la inventaron los occidentales. La India posee una poesía anterior a la
de Homero. La poesía está tan inmersa en las culturas árabe y japonesa como lo está en la
rusa y la inglesa. El hecho de que yo cite poemas en inglés no significa que la visión de la
poesía tenga que ser occidental. La poesía y la ciencia son dones concedidos a toda la
humanidad.
Para el gran matemático y astrónomo Omar Jayyam, la ciencia era una rebelión contra las
restricciones intelectuales del islam, que se expresa de la manera más directa en sus
incomparables versos:
Y ese cuenco invertido que llamamos cielo, bajo el cual vivimos y morimos encerrados y
arrastrándonos,
no alces tus manos hacia él pidiendo ayuda,
—porque él
rueda tan impotente como tú o yo.
Para las primeras generaciones de científicos japoneses del siglo xix, la ciencia era una
rebelión contra su tradicional cultura de feudalismo. Para los grandes físicos indios de este
siglo (Raman, Bose y Saha), la ciencia fue una doble rebelión: primero contra la
dominación inglesa, y en segundo lugar contra la ética fatalista del hinduismo. Y también
en Occidente, desde Galileo hasta Einstein, ha habido grandes científicos que han sido
rebeldes. He aquí cómo describía la situación el propio Einstein:
Cuando estaba en el séptimo grado en el Luitpold Gymnasium de Múnich, fui convocado
por mi tutor, que me expresó el deseo de que yo abandonara el centro. Al decirle yo que no
había hecho nada malo, se limitó a contestar: «Su mera presencia hace que la clase me
pierda el respeto».
Einstein se alegró de poder ayudar al profesor. Siguió su consejo y abandonó el instituto a
los quince años de edad.
Con este ejemplo, y otros muchos, vemos que la ciencia no está gobernada por las reglas de
la filosofía o la metodología occidentales. La ciencia es una alianza de los espíritus libres de
todas las culturas, y se rebela contra la tiranía local que cada una de ellas impone a sus hijos.
En la medida en que soy un científico, mi visión del universo no es reduccionista ni
antirreduccionista. No sirvo para adscribirme a «ismos» occidentales de ninguna clase. Me
siento un viajero que realiza el «viaje inmenso» del paleontólogo Loren Eiseley, un viaje que
es mucho más largo que la historia de las naciones y las filosofías, más largo incluso que la
historia de nuestra especie.
Hace unos años, una exposición de arte rupestre del paleolítico llegó al Museo de Historia
Natural de Nueva York. Era una oportunidad estupenda para ver en un mismo lugar las
tallas en piedra y hueso que normalmente se exponen separadamente en una docena de
museos franceses. En su mayoría, las tallas estaban hechas en
Francia hace unos catorce mil años, durante un breve florecimiento de la creación artística
al final de la última glaciación. La belleza y la delicadeza de las tallas eran extraordinarias.
Las personas que tallaron esos objetos no pudieron ser unos vulgares cazadores que se
entretenían alrededor del fuego en una cueva. Tuvieron que ser unos hábiles artistas
inmersos en una cultura de alto nivel.
Cuando se ven esos objetos por primera vez, la mayor sorpresa es el hecho de que su cultura
no es occidental. No guardan parecido alguno con el arte primitivo que apareció diez mil
años más tarde en Mesopotamia, Egipto y Creta. Si no hubiera sabido que aquel viejo arte
rupestre tenía su origen en Francia, habría pensado que procedía de Japón. Su estilo parece
hoy día más japonés que europeo. Aquella exposición mostraba vívidamente que en
períodos de diez mil años las distinciones entre las culturas occidentales, orientales y
africanas pierden todo su significado. Durante un intervalo de cien mil años somos todos
africanos. Y durante un intervalo de trescientos millones de años somos todos unos anfibios
que caminan vacilantes como patos, saliendo de unas charcas secas a una tierra extraña y
hostil.
A esta larga visión del pasado se une la visión aún más larga del futuro que propone
Robinson Jeffers. En un período de tiempo suficientemente largo, no solo es transitoria la
civilización europea, sino también la propia especie humana. He aquí la visión de Robinson
Jeffers, expresada en distintos pasajes de su largo poema «El hacha de doble filo» («The
Double Axe»):
Venid, pequeños.
No valéis más que los zorros y los lobos amarillos,
pero os daré sabiduría.
Oh, niños futuros:
vendrá el infortunio; el mundo del presente
navega sobre sus rocas; pero naceréis y viviréis
después. También llegará un día en que la Tierra
se arañe a sí misma y, con una sonrisa, se quite de encima
a la humanidad:
pero naceréis antes de que eso suceda.
Llegará, sin duda, un tiempo
en que también el Sol morirá; los planetas se congelarán,
al igual que el aire sobre ellos; gases helados, copos blancos
de aire
formarán el polvo: que ningún viento sacudirá: este mismo
polvo que reluce como suave luz de estrellas
es viento muerto, el cadáver blanco del viento.
También la galaxia morirá; el brillo de la Vía Láctea,
nuestro universo, todas las estrellas que tienen nombre
están muertas.
Vasta es la noche. ¡Cómo has crecido, querida noche,
recorriendo tus salones vacíos, qué alta estás!1
Robinson Jeffers no era científico, pero expresó la visión científica mejor que ningún otro
poeta. Irónico, independiente, desdeñando al igual que Einstein el orgullo patriótico y los
tabúes culturales, solo tenía miedo a la naturaleza. Se quedó solo en su inflexible oposición
a los disparates de la Segunda Guerra Mundial. Los poemas de frenesí patriótico que
escribió durante aquellos años eran imposibles de publicar. «El hacha de doble filo» se
publicó finalmente en 1948, después de una larga disputa entre Jeffers y sus editores.
Descubrí a este poeta treinta años más tarde, cuando las penas y la cólera de la guerra se
habían convertido en un recuerdo lejano. Afortunadamente sus obras se están publicando
en la actualidad y pueden ustedes leerlas por sí mismos.
La ciencia como actividad subversiva tiene una larga historia. Existe una concurrida lista de
científicos que estuvieron en la cárcel y otra en la que figuran aquellos que contribuyeron a
sacarlos de la misma y con ello a salvarles la vida. En nuestro siglo hemos sido testigos de
cómo el físico Lev Landau estuvo encarcelado en la Unión Soviética y Pyotr Kapitsa
arriesgó su vida apelando a Stalin para que pusiera en libertad al primero. Hemos visto al
matemático André Weil cumpliendo condena en una cárcel finlandesa durante la guerra de
Invierno de 1939-1940, y a Lars Ahlfors salvándole la vida. El momento más sublime en la
historia del Institute for Advanced Study, donde yo trabajo, se produjo cuando nombramos
miembro del instituto al matemático Chandler Davis, con el apoyo financiero que nos
proporcionaba el
gobierno de Estados Unidos a través de la National Science Foundation. Davis fue entonces
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