La visión de la ciencia como rebelión fue articulada con gran claridad en Cambridge, el 4 de
febrero de 1923, en una conferencia pronunciada por J. B. S. Haldane ante la Society of
Heretics. Esta conferencia se publicó en forma de libro pequeño con el título Daedalus. He
aquí lo que opina Haldane sobre el papel del científico. Me he tomado la libertad de
resumir ligeramente el texto de Haldane y omitir las expresiones que él citaba en latín y
griego, ya que por desgracia no puedo suponer que los herejes de Cambridge manejen con
fluidez dichas lenguas.
El conservador tiene poco que temer del hombre cuya razón es esclava de sus pasiones, pero
ha de cuidarse mucho de aquel cuya
razón ha llegado a ser la mayor y más terrible de las pasiones. Estos son los destructores de
las civilizaciones y los imperios depauperados, son los escépticos, demoledores, deicidas.
En
el pasado fueron, en general, hombres como Voltaire, Bentham, Tales y Marx; pero pienso
que Darwin ofrece un ejemplo de la misma inexorabilidad de la razón en el terreno de la
ciencia. Sospecho que, como la razón tiene actualmente no solo más libre ejercicio en la
ciencia que en cualquier otra parte, sino que puede producir efectos tan grandes en el
mundo por medio de la ciencia como a través de la política, de la filosofía o de la literatura,
habrá otros muchos Darwin.
EL CIENTÍFICO REBELDE
Freeman Dyson
1
Cuando el científico es un rebelde
No existe en absoluto una única visión científica, del mismo modo que no hay una única
visión poética. La ciencia es un mosaico de puntos de vista parciales y contradictorios. Sin
embargo, hay un elemento común en esos puntos de vista: la rebelión contra las
restricciones impuestas por la cultura dominante en el ámbito local, occidental u oriental,
según el caso. La visión científica no es específicamente occidental. Al menos, no más que
árabe, india, japonesa o china. Los árabes, indios, japoneses y chinos tienen una gran
participación en el desarrollo de la ciencia moderna. Además, hace dos mil años, los
comienzos de la ciencia antigua fueron tan babilonios y egipcios como griegos. Uno de los
hechos centrales en cuanto a la ciencia es que esta no repara en lo que sea Oriente y
Occidente, norte y sur, y negro, amarillo o blanco. Pertenece a todo aquel que esté
dispuesto a hacer el esfuerzo de aprenderla. Y lo que es cierto en la ciencia, lo es también en
la poesía. La poesía no la inventaron los occidentales. La India posee una poesía anterior a la
de Homero. La poesía está tan inmersa en las culturas árabe y japonesa como lo está en la
rusa y la inglesa. El hecho de que yo cite poemas en inglés no significa que la visión de la
poesía tenga que ser occidental. La poesía y la ciencia son dones concedidos a toda la
humanidad.
Para el gran matemático y astrónomo Omar Jayyam, la ciencia era una rebelión contra las
restricciones intelectuales del islam, que se expresa de la manera más directa en sus
incomparables versos:
Y ese cuenco invertido que llamamos cielo, bajo el cual vivimos y morimos encerrados y
arrastrándonos,
no alces tus manos hacia él pidiendo ayuda,
—porque él
rueda tan impotente como tú o yo.
Para las primeras generaciones de científicos japoneses del siglo xix, la ciencia era una
rebelión contra su tradicional cultura de feudalismo. Para los grandes físicos indios de este
siglo (Raman, Bose y Saha), la ciencia fue una doble rebelión: primero contra la
dominación inglesa, y en segundo lugar contra la ética fatalista del hinduismo. Y también
en Occidente, desde Galileo hasta Einstein, ha habido grandes científicos que han sido
rebeldes. He aquí cómo describía la situación el propio Einstein:
Cuando estaba en el séptimo grado en el Luitpold Gymnasium de Múnich, fui convocado
por mi tutor, que me expresó el deseo de que yo abandonara el centro. Al decirle yo que no
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había hecho nada malo, se limitó a contestar: «Su mera presencia hace que la clase me
pierda el respeto».
Einstein se alegró de poder ayudar al profesor. Siguió su consejo y abandonó el instituto a
los quince años de edad.
Con este ejemplo, y otros muchos, vemos que la ciencia no está gobernada por las reglas de
la filosofía o la metodología occidentales. La ciencia es una alianza de los espíritus libres de
todas las culturas, y se rebela contra la tiranía local que cada una de ellas impone a sus hijos.
En la medida en que soy un científico, mi visión del universo no es reduccionista ni
antirreduccionista. No sirvo para adscribirme a «ismos» occidentales de ninguna clase. Me
siento un viajero que realiza el «viaje inmenso» del paleontólogo Loren Eiseley, un viaje que
es mucho más largo que la historia de las naciones y las filosofías, más largo incluso que la
historia de nuestra especie.
Hace unos años, una exposición de arte rupestre del paleolítico llegó al Museo de Historia
Natural de Nueva York. Era una oportunidad estupenda para ver en un mismo lugar las
tallas en piedra y hueso que normalmente se exponen separadamente en una docena de
museos franceses. En su mayoría, las tallas estaban hechas en
Francia hace unos catorce mil años, durante un breve florecimiento de la creación artística
al final de la última glaciación. La belleza y la delicadeza de las tallas eran extraordinarias.
Las personas que tallaron esos objetos no pudieron ser unos vulgares cazadores que se
entretenían alrededor del fuego en una cueva. Tuvieron que ser unos hábiles artistas
inmersos en una cultura de alto nivel.
Cuando se ven esos objetos por primera vez, la mayor sorpresa es el hecho de que su cultura
no es occidental. No guardan parecido alguno con el arte primitivo que apareció diez mil
años más tarde en Mesopotamia, Egipto y Creta. Si no hubiera sabido que aquel viejo arte
rupestre tenía su origen en Francia, habría pensado que procedía de Japón. Su estilo parece
hoy día más japonés que europeo. Aquella exposición mostraba vívidamente que en
períodos de diez mil años las distinciones entre las culturas occidentales, orientales y
africanas pierden todo su significado. Durante un intervalo de cien mil años somos todos
africanos. Y durante un intervalo de trescientos millones de años somos todos unos anfibios
que caminan vacilantes como patos, saliendo de unas charcas secas a una tierra extraña y
hostil.
A esta larga visión del pasado se une la visión aún más larga del futuro que propone
Robinson Jeffers. En un período de tiempo suficientemente largo, no solo es transitoria la
civilización europea, sino también la propia especie humana. He aquí la visión de Robinson
Jeffers, expresada en distintos pasajes de su largo poema «El hacha de doble filo» («The
Double Axe»):
Venid, pequeños.
No valéis más que los zorros y los lobos amarillos,
pero os daré sabiduría.
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Oh, niños futuros:
vendrá el infortunio; el mundo del presente
navega sobre sus rocas; pero naceréis y viviréis
después. También llegará un día en que la Tierra
se arañe a sí misma y, con una sonrisa, se quite de encima
a la humanidad:
pero naceréis antes de que eso suceda.
Llegará, sin duda, un tiempo
en que también el Sol morirá; los planetas se congelarán,
al igual que el aire sobre ellos; gases helados, copos blancos
de aire
formarán el polvo: que ningún viento sacudirá: este mismo
polvo que reluce como suave luz de estrellas
es viento muerto, el cadáver blanco del viento.
También la galaxia morirá; el brillo de la Vía Láctea,
nuestro universo, todas las estrellas que tienen nombre
están muertas.
Vasta es la noche. ¡Cómo has crecido, querida noche,
recorriendo tus salones vacíos, qué alta estás!1
Robinson Jeffers no era científico, pero expresó la visión científica mejor que ningún otro
poeta. Irónico, independiente, desdeñando al igual que Einstein el orgullo patriótico y los
tabúes culturales, solo tenía miedo a la naturaleza. Se quedó solo en su inflexible oposición
a los disparates de la Segunda Guerra Mundial. Los poemas de frenesí patriótico que
escribió durante aquellos años eran imposibles de publicar. «El hacha de doble filo» se
publicó finalmente en 1948, después de una larga disputa entre Jeffers y sus editores.
Descubrí a este poeta treinta años más tarde, cuando las penas y la cólera de la guerra se
habían convertido en un recuerdo lejano. Afortunadamente sus obras se están publicando
en la actualidad y pueden ustedes leerlas por sí mismos.
La ciencia como actividad subversiva tiene una larga historia. Existe una concurrida lista de
científicos que estuvieron en la cárcel y otra en la que figuran aquellos que contribuyeron a
sacarlos de la misma y con ello a salvarles la vida. En nuestro siglo hemos sido testigos de
cómo el físico Lev Landau estuvo encarcelado en la Unión Soviética y Pyotr Kapitsa
arriesgó su vida apelando a Stalin para que pusiera en libertad al primero. Hemos visto al
matemático André Weil cumpliendo condena en una cárcel finlandesa durante la guerra de
Invierno de 1939-1940, y a Lars Ahlfors salvándole la vida. El momento más sublime en la
historia del Institute for Advanced Study, donde yo trabajo, se produjo cuando nombramos
miembro del instituto al matemático Chandler Davis, con el apoyo financiero que nos
proporcionaba el
gobierno de Estados Unidos a través de la National Science Foundation. Davis fue entonces
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condenado y pasó a ser un delincuente convicto porque se negó a denunciar a sus amigos
cuando fue interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas. Le habían declarado
culpable de desacato al Congreso por no responder a las preguntas, y Jeffers había apelado
contra su condena al Tribunal Supremo.
Mientras se tramitaba la apelación de este caso, Davis llegó a Princeton y continuó
dedicándose a las matemáticas. Este es un buen ejemplo de ciencia como actividad
subversiva. Cuando ya se había acabado su beca, perdió la apelación y estuvo durante seis
meses en la cárcel. Davis es actualmente un distinguido profesor de la Universidad de
Toronto y trabaja de manera activa para ayudar a otros a salir de la cárcel. Otro ejemplo de
ciencia y subversión es Andrei Sajarov. Davis y Sajarov pertenecen a una vieja tradición
dentro de la ciencia que se remonta a los rebeldes Benjamin Franklin y Joseph Priestley en
el siglo xviii, y a Galileo y Giordano Bruno en los siglos xvii y xvi. Si la ciencia dejara de
rebelarse contra la autoridad, no merecería los talentos de nuestros niños más brillantes. Yo
tuve la suerte de que en la escuela se me iniciara a la ciencia como una actividad subversiva
de los muchachos más jóvenes. Organizamos por aquel entonces una Sociedad Científica
como acto de rebeldía contra la obligatoriedad del latín y del fútbol. Hoy día deberíamos
iniciar a nuestros niños en la ciencia como rebelión contra la pobreza, la fealdad, el
militarismo y las injusticias económicas.
La visión de la ciencia como rebelión fue articulada con gran claridad en Cambridge, el 4 de
febrero de 1923, en una conferencia pronunciada por J. B. S. Haldane ante la Society of
Heretics. Esta conferencia se publicó en forma de libro pequeño con el título Daedalus. He
aquí lo que opina Haldane sobre el papel del científico. Me he tomado la libertad de
resumir ligeramente el texto de Haldane y omitir las expresiones que él citaba en latín y
griego, ya que por desgracia no puedo suponer que los herejes de Cambridge manejen con
fluidez dichas lenguas.
El conservador tiene poco que temer del hombre cuya razón es esclava de sus pasiones, pero
ha de cuidarse mucho de aquel cuya
razón ha llegado a ser la mayor y más terrible de las pasiones. Estos son los destructores de
las civilizaciones y los imperios depauperados, son los escépticos, demoledores, deicidas. En
el pasado fueron, en general, hombres como Voltaire, Bentham, Tales y Marx; pero pienso
que Darwin ofrece un ejemplo de la misma inexorabilidad de la razón en el terreno de la
ciencia. Sospecho que, como la razón tiene actualmente no solo más libre ejercicio en la
ciencia que en cualquier otra parte, sino que puede producir efectos tan grandes en el
mundo por medio de la ciencia como a través de la política, de la filosofía o de la literatura,
habrá otros muchos Darwin.
Tenemos entonces que considerar la ciencia desde tres puntos de vista. En primer lugar, es
la libre actividad de dos facultades humanas que compartimos con la divinidad: la razón y la
imaginación. En segundo lugar, es la respuesta de unos pocos a las exigencias de riqueza,
confort y victoria que muchos tienen, dones que solo se concederán a cambio de paz,
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seguridad y estancamiento. Finalmente, se trata de una conquista gradual del ser humano:
primero, del espacio y del tiempo; después, de la materia como tal; más adelante, de su
propio cuerpo y del de los demás seres vivos, y, en última instancia, de los elementos
oscuros y malvados de su propia alma.2
Ya he dejado claro que tengo una pobre opinión del reduccionismo, el cual me parece, en el
mejor de los casos, irrelevante y, en el peor, equívoco para explicar de qué trata la ciencia.
Empecemos por hablar de la matemática pura. En este caso, el fracaso del reduccionismo se
ha demostrado mediante prueba rigurosa. La historia siguiente les resultará familiar a
muchos lectores. El gran matemático David Hilbert, tras treinta años de logros muy
creativos en las fronteras de las matemáticas, se adentró en el reduccionismo por un callejón
sin salida. En sus últimos años adoptó un programa de formalización cuyo propósito era
reducir todas las matemáticas a un conjunto de proposiciones formales que utilizaban un
alfabeto finito de símbolos y un conjunto también finito de axiomas y reglas de inferencia.
Se trataba de reduccionismo en el sentido más literal del término, pues reducía las
matemáticas a un conjunto de signos escritos sobre el papel e ignoraba deliberadamente el
contexto de ideas y aplicaciones que dan significado a esos signos. Entonces Hilbert planteó
la idea de resolver los problemas
matemáticos hallando un proceso general que, dada cualquier proposición formal
compuesta por símbolos matemáticos, pudiera decidir si esta era verdadera o falsa. Al
problema de hallar este proceso de toma de decisión lo llamó Entscheidungsproblem. Su
sueño era hallar la solución de este Entscheidungsproblem y así resolver como corolarios
todos los famosos problemas no resueltos de las matemáticas. Este iba a ser el triunfo que
coronaría toda su vida de trabajo científico y haría palidecer todos los logros de los
matemáticos anteriores que solo habían conseguido resolver los problemas de uno en uno.
La esencia del programa de Hilbert era encontrar un programa de toma de decisión que
operara con los símbolos de una manera puramente mecánica, sin que fuera necesario en
absoluto comprender su significado. Dado que las matemáticas se reducían a un conjunto
de signos sobre el papel, este proceso de toma de decisión tendría que relacionarse solo con
los signos y no con las falibles intuiciones humanas a partir de las cuales se había hecho la
reducción a signos. A pesar de los incesantes esfuerzos de Hilbert y sus discípulos, el
Entscheidungsproblem nunca se resolvió. Solo tuvieron éxito en dominios muy restringidos
de las matemáticas, quedando excluidos todos los conceptos más profundos e interesantes.
Hilbert nunca perdió la esperanza, pero a medida que pasaban los años su programa se fue
convirtiendo en un ejercicio de lógica formal que guardaba poca relación con las
matemáticas reales. Finalmente, cuando Hilbert tenía ya setenta años de edad, Kurt Gödel
demostró mediante un brillante análisis que el Entscheidungsproblem tal como lo había
formulado Hilbert no podía ser resuelto.
Gödel probó que en cualquier formulación matemática, incluidas las reglas de la aritmética
ordinaria, no podía existir un proceso formal que clasificara las proposiciones en verdaderas
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y falsas. Demostró el resultado más fuerte, que se conoce actualmente como teorema de
Gödel: en cualquier formalización matemática, incluidas las reglas de la aritmética
ordinaria, hay proposiciones aritméticas significativas de las que no se puede afirmar que
sean verdaderas o falsas. El teorema de Gödel muestra de manera concluyente que en la
matemática pura el reduccionismo no funciona. Para decir si una proposición matemática
es cierta, no basta con reducirla a signos escritos sobre el papel y es
tudiar el comportamiento de estos signos. Salvo en casos triviales, el único modo de
averiguar si una proposición es verdadera o no consiste en estudiar su significado y su
contexto en el ámbito más amplio de los conceptos matemáticos.
Es una curiosa paradoja el hecho de que algunos de los más grandes y creativos cerebros
científicos, después de lograr importantes descubrimientos gracias a su imaginación
liberada, estuvieron obsesionados con la filosofía reduccionista durante sus últimos años y, a
causa de ello, se volvieron estériles. Hilbert fue un excelente ejemplo de esta paradoja. Otro
fue Einstein. Al igual que Hilbert, Einstein realizó su gran obra antes de los cuarenta años
prescindiendo de cualquier tendencia al reduccionismo. El logro que coronó su carrera, la
teoría de la gravitación en el marco de la relatividad general, surgió de un profundo
conocimiento físico de los procesos naturales. Justo al final de sus diez años de lucha para
comprender la gravitación, redujo el resultado de sus reflexiones a un conjunto finito de
ecuaciones de campo. Sin embargo, al igual que Hilbert, a medida que iba haciéndose
mayor, centraba cada vez más su atención en las propiedades formales de sus ecuaciones y
perdía todo interés por las ideas universales más amplias de las que habían surgido las
mencionadas ecuaciones.
Sus últimos veinte años los dedicó a la búsqueda infructuosa de un conjunto de ecuaciones
que pudieran unificar toda la física, sin prestar atención a los descubrimientos
experimentales que entonces proliferaban rápidamente, y que, en última instancia,
cualquier teoría unificada tendría que poder explicar. No es preciso decir más sobre la
trágica y conocida historia del solitario intento que Einstein llevó a cabo para reducir la
física a un conjunto finito de símbolos escritos sobre el papel. Su fracaso fue tan catastrófico
como el intento de Hilbert de hacer lo mismo con las matemáticas. En vez de insistir en
esto, prefiero comentar otro aspecto de los últimos años de la vida de Einstein. Se trata de
algo a lo que se ha prestado menos atención que a su búsqueda de las ecuaciones de campo
unificadas: su extraordinaria hostilidad a la idea de los agujeros negros.
Fueron J. Robert Oppenheimer y Hartland Snyder quienes en el año 1939 inventaron el
concepto de «agujero negro». Partiendo de la teoría einsteniana de la relatividad general,
Oppenheimer
y Snyder encontraron ciertas soluciones de las ecuaciones de Einstein que explicaban lo que
le sucede a una estrella de gran masa cuando ha agotado sus reservas de energía nuclear. La
estrella se colapsa gravitatoriamente y desaparece del universo visible, dejando tras de sí
únicamente un intenso campo gravitatorio como huella de su presencia. El astro permanece
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en un estado de caída libre permanente, colapsándose indefinidamente hacia su interior y
cayendo en el pozo gravitatorio sin llegar nunca al fondo. Esta solución de las ecuaciones de
Einstein era profundamente nueva y tuvo un impacto enorme en el desarrollo posterior de
la astrofísica.
Hoy día sabemos que existen realmente agujeros negros cuya masa oscila entre la de unos
pocos soles y la de unos pocos miles de millones de soles, y que desempeñan un papel
dominante en la economía del universo. En mi opinión, el agujero negro es con mucho la
consecuencia más emocionante e importante de la relatividad general. Los agujeros negros
son los lugares del universo donde la relatividad general es decisiva. Sin embargo, Einstein
nunca reconoció a este genial hijo de su mente. No es solo que fuera escéptico, sino que fue
activamente hostil a la idea de los agujeros negros. Pensaba que la solución correspondiente
al agujero negro era un defecto de su teoría que había que eliminar mediante una
formulación matemática más adecuada, y no una consecuencia que tuviera que ser
comprobada mediante la observación. Nunca mostró el más leve entusiasmo por los
agujeros negros, ni como concepto ni como posibilidad física. Por extraño que parezca,
también Oppenheimer en los últimos años de su vida mostró falta de interés por los
agujeros negros, aunque en una mirada retrospectiva podemos decir que fueron su
contribución más importante a la ciencia. Tanto Einstein como Oppenheimer fueron en
sus últimos años ciegos a la belleza matemática de los agujeros negros e indiferentes a la
cuestión de si realmente existen.
¿Cómo surgieron esta ceguera y esta indiferencia? Nunca discutí directamente sobre esta
cuestión con Einstein, pero sí lo hice varias veces con Oppenheimer y creo que su respuesta
vale también para Einstein. En sus últimos años Oppenheimer creía que el único problema
que podía captar la atención de un físico teórico serio era
el descubrimiento de las ecuaciones fundamentales de la física. Ciertamente, Einstein
pensaba de la misma manera. El descubrimiento de las ecuaciones adecuadas era lo único
que importaba. Una vez que se hubieran descubierto dichas ecuaciones, el estudio de las
soluciones particulares sería un ejercicio de rutina para físicos de segunda fila o estudiantes
de posgrado. Desde el punto de vista de Oppenheimer, el hecho de que nos ocupáramos de
los detalles de unas soluciones concretas era una pérdida de su precioso tiempo o del mío.
Así fue cómo la filosofía reduccionista desorientó a Oppenheimer y Einstein. Dado que el
único objetivo de la física era reducir el mundo de los fenómenos físicos a un conjunto
finito de ecuaciones fundamentales, el estudio de soluciones particulares tales como los
agujeros negros era distraerse del objetivo general. Al igual que Hilbert, no se conformaron
solo con resolver problemas concretos de uno en uno. Estaban extasiados con el sueño de
resolver inmediatamente todos los problemas básicos. La consecuencia de esta actitud fue
que en sus últimos años no fueron capaces de resolver ni un solo problema.
En la historia de la ciencia no es poco frecuente que un planteamiento reduccionista lleve a
un éxito espectacular. Con frecuencia, la comprensión de un sistema complicado como un
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todo es imposible si no se comprenden las partes que lo componen. Además, en ocasione
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suma de las partes. Toda formalización de las matemáticas plantea cuestiones que
van más allá de los límites del formalismo y se internan en un territorio no explorado.
La solución de las ecuaciones de Einstein correspondiente a los agujeros negros es también
una obra de arte. El agujero negro no es tan majestuoso como la demostración de Gödel,
pero tiene las características esenciales de una obra de arte: unicidad, belleza y el hecho de
ser algo inesperado. Oppenheimer y Snyder construyeron a partir de las ecuaciones de
Einstein una estructura que este nunca hubiera imaginado. La idea de materia en caída libre
permanente estaba escondida en las ecuaciones, pero nadie la vio hasta que se puso de
manifiesto en la solución de Oppenheimer y Snyder. En un nivel mucho más humilde, mis
propias actividades como físico teórico tienen una cualidad similar. Cuando estoy
trabajando, siento que practico un arte en vez de estar siguiendo un método. Mientras
realizaba el trabajo más importante de mis años de juventud, compaginando en un todo las
ideas de Sin-Itiro Tomonaga, Julian Schwinger y Richard Feynman para obtener una
versión simplificada de la electrodinámica cuántica, me vino a la cabeza, de manera
consciente, una metáfora que servía para explicar lo que estaba haciendo. La metáfora era la
construcción de puentes. Tomonaga y Schwinger habían construido unos sólidos
fundamentos en una orilla del río de la ignorancia, Feynman había hecho lo mismo en la
otra orilla, y mi trabajo era diseñar y construir las superestructuras que se levantaban sobre
el agua hasta encontrarse en la mitad del puente. Esta metáfora era buena. El puente que
construí está todavía en buen uso y, cuarenta años más tarde, sigue pasando el tráfico por
encima de él. Esta misma metáfora explica bien la tarea de unificación, de mayor
importancia, llevada a cabo por Stephen Weinberg y Abdus Salam cuando salvaron la
brecha existente entre la electrodinámica y las interacciones débiles. En cada caso, una vez
que se ha realizado la tarea de unificación, el todo es superior a las partes.
En años recientes se ha entablado una gran discusión entre los historiadores de la ciencia,
porque algunos creen que esta recibe el impulso de las fuerzas sociales, mientras otros
piensan que la ciencia trasciende las fuerzas sociales, y son su propia lógica interna y los
hechos objetivos de la naturaleza los que la mueven. Los historiadores del pri
mer grupo escriben historia social, pero los del segundo hacen una historia intelectual.
Como yo creo que los científicos deberían ser artistas y rebeldes, obedeciendo sus propios
instintos en vez de atender las demandas sociales o seguir principios filosóficos, no estoy
totalmente de acuerdo con ninguna de esas visiones de la historia. Sin embargo, los
científicos deberían prestar atención a los historiadores. Tenemos mucho que aprender,
sobre todo de los historiadores sociales.
Hace muchos años, cuando estaba en Zúrich, fui a ver una representación de la pieza teatral
Los físicos, cuyo autor es el dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt. Los personajes de esta
obra son caricaturas grotescas, que visten los atuendos y llevan los nombres de Newton,
Einstein y Möbius. La acción tiene lugar en un asilo para lunáticos donde los físicos son los
pacientes. En el primer acto estos se entretienen matando a las enfermeras, y en el segundo
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se nos revela que son agentes secretos pagados por servicios de inteligencia rivales. La obra
me pareció divertida, pero, al mismo tiempo, me resultó irritante. Aquellas criaturas
absurdas que veía en el escenario no tenían el más mínimo parecido con ningún físico real.
Hablando con mi amigo Markus Fierz, un conocido físico suizo que acudió conmigo a ver
la obra, me quejé de lo irreales que eran los personajes. «Pero ¿no te das cuenta? —dijo
Fierz—. Lo que intenta la obra es mostrarnos cómo nos ve el resto de la especie humana.»
Fierz tenía razón. La imagen de la dedicación noble y virtuosa a la verdad, la imagen que los
científicos han mostrado tradicionalmente al público, ya no es creíble. El público, tras haber
descubierto que la imagen tradicional del científico como santo seglar es falsa, se ha ido al
extremo opuesto e imagina que somos unos demonios irresponsables que juegan con las
vidas humanas. Dürrenmatt nos ha puesto un espejo delante y nos ha mostrado la imagen
que el público ve cuando nos mira. Ahora, nos toca a nosotros realizar la tarea de disipar
esas fantasías mediante los hechos, mostrando al público que los científicos no somos ni
santos ni demonios, sino seres humanos que comparten la debilidad común a los de nuestra
especie.
Los historiadores que creen en la trascendencia de la ciencia han retratado a los científicos
como personas que viven en el mundo trascendente del intelecto, por encima de las
realidades transitorias, co
rruptibles y mundanas del ámbito social. A cualquier científico que se jacte de seguir esos
ideales exaltados se le puede poner fácilmente en ridículo presentándolo como un impostor
bienintencionado. Todos sabemos que los científicos, como los telepredicadores evangelistas
y los políticos, no son inmunes a las influencias corruptoras del poder y del dinero. Gran
parte de la historia de la ciencia, como la de la religión, es una historia de luchas dirigidas a
conseguir poder y dinero. Sin embargo, esto no es todo. Los santos auténticos suelen
desempeñar un papel importante, tanto en la religión como en la ciencia. Einstein fue una
figura importante en la historia de la ciencia y un firme creyente en la trascendencia. Para
él, considerar la ciencia como un modo de escapar de la realidad mundana no era un
fraude. Para muchos científicos menos divinamente dotados que Einstein, la recompensa
principal por ser científico no era el poder o el dinero, sino la oportunidad de vislumbrar,
aunque fuera de reojo, la belleza trascendente de la naturaleza.
Tanto en la ciencia como en la historia cabe toda una variedad de estilos y objetivos. No
hay necesariamente una contradicción entre la trascendencia de la ciencia y las realidades de
la historia social. Se puede creer que en la ciencia la naturaleza tiene la última palabra y, sin
embargo, reconocer el importantísimo papel de la vanagloria y la perversidad humanas que
se prodigan en la práctica de la ciencia antes de que se diga esa última palabra. Se puede
creer que la tarea del historiador es exponer las ocultas influencias del poder y del dinero y,
no obstante, reconocer que las leyes de la naturaleza no pueden ser doblegadas ni
corrompidas por el poder y el dinero. A mi modo de ver, la historia de la ciencia es
iluminadora en grado sumo por lo que respecta a los casos en que las flaquezas de los
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actores humanos se yuxtaponen a la trascendencia de las leyes humanas.
Francis Crick es uno de los grandes científicos de nuestro siglo. Ha publicado
recientemente su versión personal de la revolución microbiológica (que él contribuyó a
realizar) bajo un título que ha tomado prestado de Keats, Qué loco propósito.* Uno de los
pasajes
* Es una cita tomada del poema «A una urna griega», de John Keats. Julio Cortázar la
traduce libremente como «¿Qué rapto delirante? ¿Y esa loca carrera?».
(N. de la T.)
más ilustrativos de su relato es el que compara dos descubrimientos en los que él participó.
Uno de ellos es el hallazgo de la estructura de doble hélice del ADN y el otro, el
descubrimiento de la estructura de hélice triple de la molécula de colágeno. Ambas
moléculas tienen una gran importancia biológica, ya que el ADN es el portador de la
información genética, y el colágeno es la proteína que mantiene unidas las distintas partes
del cuerpo humano. Ambos descubrimientos habían requerido técnicas científicas similares
y habían suscitado los mismos afanes competitivos en la carrera emprendida por los
científicos para ser los primeros en hallar esas estructuras.
Crick dice que los dos descubrimientos le producían la misma emoción y el mismo placer
en la época en que estaba trabajando en ellos. Desde el punto de vista de un historiador que
creyera que la ciencia es una construcción exclusivamente social, los dos descubrimientos
tendrían la misma importancia. Pero en la historia de la ciencia, tal como Crick la percibía,
las dos hélices no eran iguales. La doble hélice llegó a ser la fuerza impulsora de una nueva
ciencia, mientras que la hélice triple se quedó en una nota a pie de página que solo
interesaba a los especialistas. Crick se plantea cómo deberían explicarse los destinos
diferentes de las dos hélices, y responde a esta pregunta diciendo que las influencias
humanas y sociales no pueden explicar la diferencia, y que solo la belleza trascendental de la
estructura de doble hélice y su función genética pueden explicarla. La propia naturaleza, y
no el científico, decidió qué era importante. En la historia de la doble hélice, la
trascendencia era real. Crick se concede a sí mismo el mérito de haber elegido un problema
importante como objeto de su trabajo, pero dice que solo la naturaleza puede decidir hasta
qué punto va a tener una importancia trascendental.
El mensaje que yo puedo transmitir afirma que la ciencia es una actividad humana y que el
mejor modo de comprenderla es comprender a los individuos humanos que la practican. La
ciencia es una forma de arte, y no un método filosófico. Los grandes avances científicos
suelen ser el resultado de la utilización de nuevas herramientas, y no tanto del desarrollo de
nuevas doctrinas. Si intentamos encorsetar la ciencia dentro de un único punto de vista
filosófico,
como es el reduccionismo, seremos como Procrustes, que cortaba trozos de los pies de sus
huéspedes cuando estos no cabían en su cama. La ciencia se desarrolla mejor cuando utiliza
libremente todos los instrumentos que tiene a mano, sin estar constreñida por ideas
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preconcebidas que establezcan lo que tiene que ser. Cada vez que introducimos un nuevo
instrumento, este nos lleva a nuevos e inesperados descubrimientos, porque la imaginación
de la naturaleza es más rica que la nuestra.
Posdata, 2006
Este ensayo fue escrito originalmente como una conferencia que se iba a pronunciar en
1992 en un encuentro cuyo objetivo era supuestamente discutir «la primacía continua del
reduccionismo como clave para la comprensión de la naturaleza cuando va a empezar el
siglo xxi». Esto explica por qué dediqué tanto espacio a hablar contra el reduccionismo.
Resultó que muchos de los demás participantes en el encuentro compartían mis opiniones.
En respuesta a la publicación de este ensayo en The New York Review recibí muchas cartas,
algunas de las cuales manifestaban su acuerdo con mis puntos de vista y otras, su
desacuerdo. La mejor fue la de Saunders Mac Lane, una figura legendaria en el mundo de
las matemáticas. Su carta, y mi respuesta a ella, se publicaron también en The New York
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