domingo, 28 de febrero de 2016

MOZART

" Mozart, la melancolía por sí mismo "
Norbert Elías .
 
  Nexos 168, diciembre de 1991.
Traducción de José María Pérez Gay
El lunes cinco de diciembre de 1791, Wolfgang Amadeus Mozart murió a los treinta y cinco años de edad y, al día siguiente, fue sepultado en una fosa común. Cualquiera que haya sido la grave enfermedad que causó su muerte prematura, poco tiempo antes Mozart se encontraba en un estado cercano a la desesperación. Se sentía un hombre golpeado por la vida. Las deudas aumentaban. La familia siempre cambiaba de domicilio. El éxito en Viena -una de las cosas que más le importaban- se alejaba cada día más. La elegante sociedad vienesa se apartó de él. El vertiginoso desenlace de su enfermedad fue el resultado de una certeza. Mozart murió con la sensación de haber fracasado socialmente, vale decir: la pérdida total de la fe en lo que deseaba desde lo más profundo de su corazón. Las dos fuentes de su voluntad -lo que lo impulsaba a seguir viviendo, lo que le daba la conciencia de su propio valor- se habían secado: el amor de una mujer a quien podía confiarse, y el amor del público vienés por su música. Ambos los disfrutó durante una época. Ambos ocuparon el primer lugar en la jerarquía de sus deseos. En los últimos años de su vida, Mozart sintió que los perdía. Esta es su -y nuestra- tragedia.
Hoy en día, cuando el nombre de Mozart se ha convertido para muchos en el símbolo de la más dichosa de las creaciones musicales que conocemos, parece increíble que un individuo con esa mágica fuerza creativa haya muerto a los treinta y cinco años, porque la falta de amor y reconocimiento de los otros provocaron la pérdida del sentido y valor de su propia vida. Todo esto sorprende cuando uno se interesa más por su obra que por su persona. Sin embargo, no debemos equivocarnos al medir lo que uno juzga como cumplimiento o pérdida con lo que para otros significa el cumplimiento o pérdida de su vida. Quiero decir, debemos entender lo que otros consideran como cumplimiento o pérdida de su existencia.
Mozart era un individuo consciente de su extraordinario talento y, sin duda, habría dado mucho más. Pasó una gran parte de su vida trabajando incansablemente. Sería arriesgado decir que no se dio cuenta de que su arte musical trascendía la época. No obstante, el presentimiento de la importancia de su obra en las futuras generaciones nunca lo consoló ante el fracaso de los últimos años de su vida, sobre todo en Viena. La posteridad le importaba relativamente poco; el presente, todo. Mozart luchó por el presente con plena conciencia de su propio valor. Necesitaba que su talento fuese reconocido por los otros, sobre todo por sus amigos y conocidos más cercanos. Finalmente todos lo abandonaron, incluso la mayoría de sus amigos más antiguos. Esto no sólo fue su error, la historia nunca es tan simple. Sin duda se fue quedando solo. Al final, se derrotó a sí mismo y se dejó morir.
"El rápido desgaste de Mozart" -escribe Wolfgang Hildesheimer, uno de sus biógrafos- "los largos periodos de intenso trabajo interrumpidos por enfermedades y malestares, la breve y angustiosa agonía, la muerte violenta luego de dos horas en estado de coma todo, esto necesita de una mejor explicación que la explicación de la medicina académica".
Mozart vivía atormentado por las dudas acera del cariño y fidelidad de Constanze, a quien amaba. El segundo esposo de ella asegura que Constanze siempre tuvo más respeto por la obra de Mozart que por su persona. Para ella, la grandeza de su talento fue menos el resultado de su comprensión de la música, que del éxito que esa música tenía en el público.
Cuando el éxito desapareció, cuando la sociedad cortesana, su antigua protectora y patrona, abandonó su música y se entregó a otra más fácil, Mozart perdió el aprecio de Constanze, pues nunca estuvo dispuesto a pactar en favor de una música insípida. La creciente pobreza de la familia -consecuencia directa de la decreciente resonancia de su música al final- seguramente contribuyó a que se enfriara más el cariño de Constanze, que nunca fue muy profundo. De este modo dos pérdidas -la de su público y el amor de su mujer- se encuentran imbricadas. Se trata de dos efigies de la misma moneda: la sensación de pérdida que lo abrumó al final de su vida.
Por otra parte, Mozart era un individuo dominado por una insaciable necesidad de amor físico y emocional. Uno de los enigmas de su vida: es probable que desde muy niño haya tenido la sensación de que nadie lo amaba. En su música uno encuentra esa búsqueda continua de cariño. La búsqueda de un hombre que desde la infancia no estaba seguro de merecer el amor de los otros y que, desde otra perspectiva, tampoco se amaba a sí mismo. La palabra "tragedia" es un lugar común y suena demasiado ampulosa. No obstante, uno puede decir con razón que el lado trágico de su existencia consistió en buscar el amor y el reconocimiento de los otros y que muy joven, al final de su vida, creyó que nadie lo amaba, ni siquiera él a si mismo. Ciertamente esa sensación puede llevar a la pérdida del sentido de la vida, que puede provocar la muerte. Mozart estaba, al parecer, solo y desesperado, sabía que iba a morir y en su caso eso significó que deseaba su muerte, y que una buena parte del Requiem era un requiem por él mismo.
No sabemos qué tan fieles sean las pinturas de Mozart, y en especial del joven, pero uno de los rasgos que nos lo hacen más familiar, y si se quiere más humano, es que ninguna pintura presenta uno de esos rostros heroicos, como los de Goethe o Beethoven, cuya expresión los convierte en hombres extraordinarios, en genios, en el momento en que entran a un salón o cruzan por la calle. Mozart no tenía un rostro heroico. La nariz prominente, que parecía encontrarse con su quijada, desapareció en la medida en que su rostro fue llenándose; los ojos vivos y soñadores miraban siempre más allá. El joven de veinticuatro años, que aparece en la pintura de familia de Johann Nepomuck della Croce, da la impresión de timidez (sheepish sería la palabra inglesa intraducible), aunque seguro de sí mismo y soñador, como en las últimas pinturas. Estas imágenes revelan una parte de Mozart que -por el gusto del público amante de sus conciertos al elegir ciertas obras- se perdió y que merece mencionarse si uno quiere conocer al músico. Me refiero al bromista, al clown que salta por encima de las mesas y las sillas, rompe las cosas con una voltereta, juega con las palabras y, desde luego, con los tonos musicales. No entenderemos a Mozart si olvidamos que en un profundo y escondido rincón de su persona alientan como señas particulares el "Ríe, payaso" o el recuerdo de la malquerida y engañada Petruschka.
Después de su muerte, Constanze contaba que ella había tenido compasión por el marido engañado. Es muy probable que ella lo haya engañado (si la palabra es la adecuada) y que él lo sabía. Es muy probable también que Mozart no haya renunciado a relaciones con otras mujeres, como lo afirmaba en los últimos años. Sin embargo, esa es la historia de los últimos años, cuando las luces de su vida se apagaban, cuando la sensación de ser un fracasado, un malquerido, era abrumadora, cuando el carácter depresivo -siempre presente- se impuso bajo la presión de los fracasos profesionales y la miseria familiar. Fue entonces cuando surgió la discrepancia que tanto llama la atención en Mozart: la discrepancia entre su existencia social, la perspectiva del éxito y el reconocimiento, y la perspectiva del yo, la sensación de que vivía una existencia en ruinas y sin sentido.
En un principio, durante muchos años todo parecía ir bien. La dura disciplina que su padre le había impuesto rindió sus frutos. Se transformó en una autodisciplina ejemplar, en la capacidad de traducir los sueños confusos que perseguían al adolescente en una música pública, limpia de obsesiones íntimas y sin perder la espontaneidad o la riqueza de la imaginación. De cualquier modo, el precio que Mozart pagó por esa enorme ganancia, por la capacidad de darle vida a su imaginación musical fue demasiado alto.
Para entender a un hombre es necesario conocer cuáles son los deseos dominantes que sueña llevar a cabo. Si su vida tiene sentido depende de hasta qué punto este hombre ha logrado realizarlos. Pero estos deseos no existen antes de toda experiencia. Se forman en la infancia más temprana y en la convivencia con otras personas, se coagulan en su forma definitiva con el paso de los años, algunas veces gracias a una experiencia fundadora. Sin duda, los hombres de deseos dominantes, los que controlan su trayectoria, no son siempre conscientes de su imperiosa necesidad. Muchas veces no depende de ellos si esos deseos logran realizarse, pues siempre se encuentran en relación con los otros hombres, en la trama social que los define. Casi todos los hombres tienen deseos definidos que se mantienen dentro del espacio de lo realizable; casi todos tienen también deseos sencillamente imposibles.
Uno puede detectar los deseos imposibles de Mozart; ellos son en parte responsables de su trágica trayectoria. Por otro lado contamos con el estereotipo de los términos técnicos que describen aspectos de su carácter. Se puede hablar de una personalidad maniaco-depresiva con rasgos paranoicos, cuyo impulso fue controlado, en un principio, por la capacidad del sueño diurno de la música volcado hacia la realidad, por el éxito que esa actividad trajo un tiempo consigo. Las mismas fuerzas que después se convirtieron en impulsos autodestructivos que destruyeron la realidad del éxito y el reconocimiento. No obstante, la constitución de esas tendencias en Mozart nos impone acaso la necesidad de utilizar otro lenguaje que el psiquiátrico para entender su vida.
Al parecer Mozart, quien siempre estuvo orgulloso de su enorme talento, nunca se quiso a sí mismo. Además es posible que nunca se viera como una persona que pudiese despertar el amor de los otros. Su cuerpo no era atractivo. Su rostro pasaba desapercibido. Acaso siempre deseó tener otro rostro cuando se miraba en el espejo. El círculo satánico de esa situación consistió en que su rostro y su cuerpo eran los de un hombre que no correspondía a sus deseos más íntimos, porque en ellos se concentraba una parte de su sentimiento de culpa por el desprecio que sentía por su persona. Cualesquiera que hayan sido las causas de su desequilibrio, en los últimos años apareció la sensación de que nadie lo quería ni deseaba, unida a la necesidad incontenible de ser amado y deseado por una o varias mujeres, por varias personas. Es decir, como hombre y como músico. Su inmensa capacidad de soñar en figuras musicales estaba al servicio del secreto deseo de obtener el amor y el reconocimiento.
Ciertamente el soñar en tonos y figuras musicales era un fin en sí mismo. La riqueza de su imaginación musical dispersó por un tiempo, al parecer, el duelo por la carencia y la pérdida del amor. Probablemente ahogó por un tiempo la sospecha indestructible de que su mujer amaba a otros hombres, y la sensación de que no era digno del amor de ninguna persona. Esa misma sensación que lo fue apartando del cariño y el aprecio de los otros, y que volatilizó el enorme éxito como si fuese humo.
La tragedia del payaso es sólo una imagen. Sin embargo, nos aclara el nexo entre Mozart, el bromista, y el gran músico, entre el eterno niño y el hombre creador, entre el tralalá de Papageno y la profunda seriedad de Pamina y su nostalgia por la muerte. El hecho de que un hombre sea un gran artista no excluye que tenga algo de un clown; que sea un triunfador, una ganancia para el arte, no excluye que en el fondo crea ser un perdedor, y de ese modo se haya condenado a ser de veras un verdadero perdedor. El carácter trágico de Mozart quedó oculto para sus futuros escuchas gracias a la magia de su música. No tenemos razón cuando, muchos años después, separamos al artista del hombre. Acaso es difícil amar el arte de Mozart sin amar un poco al hombre que lo creó.
El músico burgués en la sociedad cortesana
La figura de Mozart se convierte en nuestra memoria en algo más vivo si tenemos en cuenta sus deseos en el contexto de la época. Su vida es el caso ejemplar de una situación cuya particularidad se nos escapa, porque estamos acostumbrados a trabajar con conceptos estáticos. Mozart era -nos preguntamos- un representante del rococó en la música, o un burgués del siglo XIX. ¿Su obra fue la última manifestación de la música prerromántica y objetiva, o esa música revela ya las huellas del creciente subjetivismo?
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La dificultad radica en que con estas categorías no podemos avanzar. Se trata de abstracciones académicas que ocultan el proceso de los hechos sociales a los que se refieren. Estas categorías son el producto de una mentalidad que procede de acuerdo a la higiénica división de la historia en distintas épocas, como se encuentran divididos los materiales en los libros de historia. Todo hombre reconocido por la grandeza de sus actos será, sin duda, el punto culminante o el inicio de otra época. Sin embargo, si observamos detenidamente los grandes acontecimientos suelen acumularse en épocas en que -según estos conceptos estáticos- pueden definirse como periodos de transición. Y crecen siempre de la dinámica del conflicto entre los grupos que pierden su fuerza y tienden a desaparecer y los nuevos grupos que ascienden al poder.
Para Mozart esta dinámica es cierta. Uno no puede entender la trayectoria de sus deseos y las causas por las cuales -contra el juicio de la posteridad- al final de su vida se sintió un fracasado y un perdedor, si no entendemos bien el conflicto de las distintas reglas de esa época. El conflicto no sólo se daba en el amplio campo social entre las reglas de la aristocracia cortesana y las de la burguesía, las cosas nunca fueron así de fáciles. El conflicto tuvo lugar sobre todo en muchos individuos, en Mozart mismo, como un enfrentamiento entre distintas reglas que definieron su existencia social.
La vida de Mozart ilustra nítidamente la situación de los grupos burgueses que eran marginales dependientes, y que pertenecían a un sistema económico dominado por la aristocracia cortesana. Todo esto en un tiempo donde el poderío del establishment cortesano era muy grande, pero no tan grande como para silenciar las manifestaciones de protesta por lo menos en el políticamente poco peligroso terreno de la cultura. Mozart emprendió -como un burgués marginal al servicio de la corte- con una valentía sorprendente una lucha de liberación contra sus amos y patrocinadores. Combatió por propia iniciativa, por su dignidad personal y por su trabajo musical. Y perdió ese combate -como era de preverse, añadiríamos con arrogancia los que vivimos un siglo después-. Pero esta arrogancia deforma aquí, como en otros casos, la mirada en lo que hoy llamamos Historia. Al mismo tiempo esa arrogancia bloquea la inteligencia para entender el sentido que los acontecimientos de una época tuvieron para aquellos habitantes del pasado.
En El proceso de la civilización he escrito algo sobre el conflicto de las reglas entre la nobleza cortesana y los grupos burgueses. Intenté demostrar que en la segunda mitad del siglo XVIII conceptos como civilidad y civilización por un lado, y el de cultura por el otro tuvieron en Alemania el estatus de símbolos para las distintas reglas de la conducta y la sensibilidad. En el uso de estas palabras se reflejaba la tensión crónica entre el establishment aristócrata cortesano y los grupos burgueses marginales. Pero no sólo faltan investigaciones sobre la estructura y la duración de este conflicto entre la aristocracia y la burguesía europeas. Hacen falta también investigaciones de las tensiones sociales en sus aspectos íntimos. La vida de Mozart enseña de un modo paradigmático el destino de un hombre burgués al servicio de la sociedad cortesana hacia el final del periodo, cuando casi en toda Europa el gusto de la aristocracia cortesana fue decisivo y se impuso para todo artista sin importar su origen social. Sobre todo en el campo de la música y la arquitectura.
En el ámbito de la literatura y la filosofía alemanas era posible, durante la segunda mitad del siglo XVIII, liberarse de la regla del gusto de la aristocracia cortesana. Los individuos creadores pudieron alcanzar a su público mediante libros. Durante la segunda mitad del siglo XVIII en Alemania existía un público burgués lector muy amplio. Por esta razón se desarrollaron relativamente temprano formas culturales que no correspondían a la regla del gusto aristócrata cortesano. Estos grupos supieron fortalecer su conciencia ante el dominio aristócrata cortesano.
En relación con la música la situación era muy distinta, sobre todo en Austria y su capital Viena, el corazón de la corte, y en todas las pequeñas provincias alemanas. Los individuos que se ganaban la vida en el mundo de la música dependían completamente en Alemania y Francia del favor, el patrocinio y, por lo tanto, del gusto de los círculos aristócratas cortesanos. Los patricios burgueses urbanos se orientaban también según las reglas del gusto cortesano. En efecto, para un músico de la generación de Mozart, que pretendiera ser reconocido socialmente como un artista serio y, por lo tanto, estuviera en condiciones de alimentar a su familia, era imprescindible ocupar un puesto en la red de instituciones aristócratas cortesanas y sus patrocinadores. No tenía otra salida. Si sentía la vocación por la música, ya fuese como intérprete virtuoso o compositor, era algo más que natural que buscara el camino hacia un empleo fijo en una corte, de preferencia en una corte rica y deslumbrante. En los países protestantes le quedaba la posibilidad de desempeñarse como organista en una iglesia, o maestro de capilla, en una de las grandes ciudades semiautónomas, que eran gobernadas casi siempre por grupos de patricios burgueses. No obstante, también ahí era aconsejable para un músico profesional, como lo enseña la vida de Telemann, haber ocupado un puesto como músico de alguna corte.
Lo que nosotros definimos como la corte del príncipe (Furstenhof) no es otra cosa que la descripción de una casa. Los músicos eran ahí tan imprescindibles como el panadero, el cocinero o el ayuda de cámara. En la jerarquía de la corte los músicos tenían el mismo rango que estos últimos. En términos despectivos eran aduladores cortesanos (Hofschranzen). La mayoría de los músicos se daban por satisfechos con la vida de la corte, como los otros burgueses al servicio de los aristócratas. El padre de Mozart se contaba entre los que siempre criticaron la servidumbre; sin embargo, terminó por aceptar las circunstancias a las que no podía escapar.
El destino individual de Mozart, su destino como un hombre inteligente y como un magnífico artista, estaba marcado por este espacio social, por su dependencia de la corte como cualquier otro músico al servicio de la aristocracia cortesana. Aquí podemos apreciar qué difícil es presentar en la forma de una biografía para las generaciones posteriores los problemas vitales de un individuo -independientemente de su persona o su talento- cuando no se domina el oficio del sociólogo.
La historia es conocida. A los veintiún años de edad Mozart le pide a su señor, el obispo de Salzburgo, que lo despida de la corte, después de que le habían sido negadas las vacaciones, y se dirige fresco, vitalísimo y lleno de esperanzas hacia Munich, a la corte de los patricios absburgo, y luego a Mannheim y París donde intenta hacer la corte a las damas y los señores influyentes y finalmente regresa amargado y contra su voluntad a Salzburgo. Se convierte en organista de la corte y director de orquesta. Por conocida que sea la historia, el significado de esta experiencia para Mozart -y por lo tanto para su música- no puede interpretarse a fondo si no tenemos en cuenta las estructuras e instituciones sociales de su época. La tragedia de Mozart consistió en que quiso siempre rebasar los obstáculos infranqueables del poder de su tiempo, un poder que se expresaba sobre todo culturalmente en la hegemonía del gusto aristócrata cortesano.
La mayoría de los individuos que se dedicaban por ese tiempo a la música no fueron nobles; en nuestra terminología, eran burgueses. Si querían hacer una carrera en la corte, es decir, si deseaban desarrollar su talento como intérpretes o compositores, debían someterse no sólo a las reglas del gusto musical de la corte, sino también a las reglas de la conducta y la sensibilidad de la aristocracia cortesana, como por ejemplo al modo de vestir y a sus rituales. En nuestros días ese proceso de adaptación se lleva a cabo de un modo casi natural. Los empleados de un gran consorcio o de una cadena de almacenes, sobre todo si quieren ascender en la jerarquía de los puestos, aprenden rápidamente a moldear su conducta de acuerdo a las reglas del establishment. Las relaciones de poder entre el establishment económico y las personas marginales, dentro de sociedades con un mercado relativamente libre para la oferta y la demanda, son ahora más reducidas que las del príncipe absoluto y sus músicos en la corte; aunque algunos artistas conocidos vivieron a la moda en la corte y lograron obtener ganancias. El conocido Gluck, un hombre de origen pequeño burgués, logró hacer suyos tanto el gusto musical como las reglas de conducta gracias a una retórica eficiente, y podía comportarse en la corte como cualquier aristócrata. Es decir, no sólo existía la nobleza, sino también la burguesía cortesana.
El padre de Mozart pertenecía a esta clase de cortesanos. Fue un empleado, o más exactamente: un asalariado del arzobispo de Salzburgo, quien era el príncipe regente en un pequeño Estado. Como todos los poderosos de su tiempo, el arzobispo tenía en sus manos todos los hilos del poder, los puestos necesarios para contar con una pequeña corte absoluta y sometida a su voluntad. Dominaba también la capilla y su música. Leopold Mozart era el vicedirector de la capilla. Un puesto como este era como el de un empleado del siglo XIX en una empresa privada. Leopold Mozart, el sirviente del principe y el burgués cortesano, había educado al joven Wolfgang no sólo de acuerdo a las reglas del gusto musical de la corte, sino también de acuerdo con cánones cortesanos de la conducta y la sensibilidad. Desde la perspectiva de la tradición musical, Leopold logró más o menos su cometido. Pero fracasó rotundamente en cuanto a las reglas de la conducta y la sensibilidad. Su intento de convertir a Mozart en un hombre de mundo fue inútil, no pudo educarlo en el arte de la diplomacia de la corte, de la cortesía con los poderosos gracias a las astutas desviaciones, al estilo indirecto lleno de insinuaciones. Más bien alcanzó lo contrario: Wolfgang Mozart conservó siempre sus ademanes indomables. Si su música estaba llena de una increíble espontaneidad de los sentimientos, su trato personal con los demás se distinguía por su estilo directo extraordinario. Le costaba mucho trabajo esconder o insinuar lo que sentía, disimular sus odios y hacerse el tonto, como si nada hubiera pasado. Aunque creció a la orilla de una pequeña corte y, unos años más tarde, viajó de corte en corte, el estilo cortesano no era lo suyo. Nunca fue un homme du monde, un gentleman del siglo XVIII. A pesar de los esfuerzos de su padre, Wolfgang conservó durante toda su vida la actitud de un clásico ciudadano burgués.
Nunca alteró esa actitud. Mozart sabia la superioridad que le otorgaba a un individuo la pertenencia a la corte, y seguramente alguna vez deseó convertirse en un gentleman, en un hônnete homme, un hombre de honor. En efecto, muchas veces habla de su honor, esa idea central de la conducta aristócrata cortesana que Mozart había incluido entre las suyas. Pero nunca la empleó en el sentido del modelo cortesano. Para Mozart, el honor era una pretensión de igualdad ante los miembros de la corte, y como nunca le faltó tampoco esa vena histriónica, el honor fue un rasgo teatral. Desde niño aprendió a vestir como un cortesano con todo y peluca, aprendió a caminar correctamente y a decir piropos y cortesías. Sin embargo, el niño empezó desde muy temprano a burlarse de las ceremonias y los ademanes cortesanos. No hay que olvidar el quinteto para cuerdas g-moll (KV 516).
Después de un tono trágico y excitado, aparece un tema casi trivial como si Mozart no quisiera darle a la agonía y el dolor más espacio del que merecen, como si una melodía suave y plana, digna del clown, oprimiera a la tragedia. Naturalmente Mozart vuelve al tema trágico, pero ya no se siente tan abrupto y fuerte como al principio, cuando irrumpe de pronto en el escucha. Wittgenstein ha dicho: de lo que no podemos hablar, debemos callar. Creo que podríamos decir con el mismo derecho: de lo que no podemos hablar, hay que lanzarse a buscar.
1791 es el año de la muerte de Mozart. Es también el año del Concierto para clarinete, de La flauta mágica y del Réquiem: una sucesión de obras maestras que, como ha escrito George Steiner, señalan uno de los más increíbles momentos de creatividad de la experiencia humana. Mozart se apaga bruscamente a los treinta y cinco años en medio de una actividad portentosa, agotado, sin duda, por el exceso de trabajo, pero quizá aún más por la tensión espiritual de su último período de creación, esa fase de 1791 en la que ya no cabe hablar de madurez ni plenitud, sino tan sólo de superación. Este libro se basa en el análisis de los documentos, algunos todavía inéditos, y de las investigaciones más recientes sobre él y su obra. Con esos materiales, el musicólogo Robbins Landon ha construido un relato tan ágil como completo de los últimos días de Mozart y de las circunstancias de su muerte en el contexto de la vida musical de Viena y Praga en 1791 y de sus relaciones con la corte imperial. H. C. Robbins Landon (Boston 1926), historiador y musicólogo, está considerado actualmente como el máximo experto en la vida y obra de Mozart. Ha fundado la Haydn Society y publicado numerosas obras sobre Haydn y el clasicismo vienés, aparte de haber colaborado en la edición completa de la obra de Mozart 

Aparté mi vaso, que la tabernera quería volver a llenarme, y me levanté. Ya no
necesitaba más vino. La huella de oro había relampagueado, me había hecho recordar lo
eterno, a Mozart y a las estrellas. Podía volver a respirar una hora, podía vivir, podía
existir, no necesitaba sufrir tormentos, ni tener miedo, ni avergonzarme.

La finísima y tenue lluvia impulsada por el viento frío tremaba en torno a los faroles y
brillaba con helado centelleo, cuando salí a la calle desierta ya. ¿Adónde ahora? Si
hubiese dispuesto en aquel momento de una varita de virtud, se me hubiera presentado
al punto un pequeño y lindo salón estilo Luis XVI, en donde un par de buenos músicos
me hubiesen tocado dos o tres piezas de Hándel y de Mozart. Para una cosa así tenía mi
espíritu dispuesto en aquel instante, y me hubiera sorbido la música noble y serena,
como los dioses beben el néctar. Oh, ¡si yo hubiese tenido ahora un amigo, un amigo en
una bohardilla cualquiera, ocupado en cualquier cosa a la luz de una bujía y con un violín
por allí en cualquier lado! ¡Cómo me hubiese deslizado hasta su callado refugio
nocturno, hubiera trepado sin hacer ruido por las revueltas de la escalera y lo hubiera
sorprendido, celebrando en su compañía con el diálogo y la música dos horas celestiales

En la Roma de
los últimos emperadores tuvo que haber música parecida. Naturalmente que comparada
con Bach y con Mozart y con música verdadera, era una porquería..., pero esto mismo
era todo nuestro arte, todo nuestro pensamiento, toda nuestra aparente cultura, si la
comparamos con cultura auténtica.

Pero también había otros que
precisamente amaban en él al lobo, precisamente a lo espontáneo, salvaje, indómito,
peligroso y violento, y a éstos, a su vez, les producía luego extraordinaria decepción y
pena que de pronto el fiero y perverso lobo fuera además un hombre, tuviera dentro de
sí afanes de bondad y de dulzura y quisiera además escuchar a Mozart, leer versos y
tener ideales de humanidad. Singularmente éstos eran, por lo general, los más
decepcionados e irritados, y de este modo llevaba el lobo estepario su propia duplicidad
y discordia interna también a todas las existencias extrañas con las que se ponía en
contacto.


Cuando adora a sus favoritos entre los inmortales, por
ejemplo a Mozart, no lo mira en último término nunca sino con ojos de burgués, y tiende
a explicarse doctoralmente la perfección de Mozart sólo por sus altas dotes de músico,
en lugar de por la grandeza de su abnegación, paciencia en el sufrimiento e
independencia frente a los ideales de la burguesía, por su resignación para con aquel
extremo aislamiento, parecido al del huerto de Getsemani, que en torno del que sufre y
del que está en trance de reencarnación enrarece toda la atmósfera burguesa hasta
convertirla en helado éter cósmico.


Un cementerio era
nuestro mundo cultural, aquí era Jesucristo y Sócrates, eran Mozart y Haydn, Dante y
Goethe, nombres borrosos sobre lápidas de hojalata llenas de orín, rodeados de
hipócritas y confusos circunstantes, que hubieran dado cualquier cosa por haber podido
creer todavía en las lápidas de latón que en otro tiempo les habían sido sagradas, y
cualquier cosa por poder decir aunque sólo fuera una palabra seria y honrada de tristeza
y desesperanza acerca de este mundo desaparecido, y a los cuales, en lugar de todo, no
les quedaba otra cosa que el confuso y ridículo estar dando vueltas alrededor de una
tumba.


Pensativo, me miró el viejo consejero a los ojos; su boca seguía sonriendo.
Luego, para mi asombro, me preguntó: «¿Entonces La Flauta encantada de Mozart le
tiene que ser a usted sin duda profundamente desagradable?»
Y antes de que yo pudiera protestar, continuó:
-La Flauta encantada representa a la vida como un canto delicioso, ensalza nuestros
sentimientos, que son perecederos, como algo eterno y divino, no está de acuerdo ni
con el señor de Kleist ni con el señor Beethoven, sino que predica optimismo y fe.
- ¡Ya lo sé, ya lo sé! - grité furioso-. ¡Sabe Dios por qué se le ha ocurrido a usted La
Flauta encantada, que es para mí lo más excelso del mundo! Pero Mozart no llegó a los
ochenta y dos años, y en su vida privada no tuvo estas pretensiones de perdurabilidad,
orden y almidonada majestad que usted. No se dio nunca tanta importancia. Cantó sus
divinas melodías, fue pobre y se murió pronto, en la miseria y mal conocido...
Me faltaba el aliento. Mil cosas se hubieran podido decir en diez palabras, empecé a
sudar por la frente.
Pero Goethe me dijo con mucha amabilidad.

Al decir esto, sonreía de un modo tremendo, retorciéndose de risa. Su figura se había
agrandado, habían desaparecido la tiesura y la violenta majestad del rostro. Y el aire en
torno nuestro estaba lleno ahora por completo de toda suerte de melodías, de toda clase
de canciones de Goethe, oí claramente la Violeta, de Mozart, y el Llenas el bosque y el
valle, de Schubert. Y la cara de Goethe era ahora rosada y joven, y reía y se parecía ya
a Mozart ya a Schubert, como si fuera su hermano, y la placa sobre su pecho estaba
formada sólo por flores campestres, una prímula amarilla se destacaba en el centro,
alegre y plena.

Este señor Haller de hasta entonces, el escritor de talento, el conocedor de
Mozart y de Goethe, el autor de observaciones dignas de ser leídas sobre la metafísica
del arte, sobre el genio y sobre lo trágico, el melancólico ermitaño en su celda
abarrotada de libros, iba siendo entregado por momentos a la autocrítica y no resistía
por ninguna parte. Es verdad que este inteligente e interesante señor Haller había
predicado buen sentido y fraternidad humana, había protestado contra la barbarie de la
guerra, pero durante la guerra no se había dejado poner junto a una tapia y fusilar,
como hubiera sido la consecuencia apropiada de su ideología, sino que había encontrado
alguna clase de acomodo, un acomodo naturalmente muy digno y muy noble, pero de
todas formas, un compromiso. Era, además, enemigo de todo poder y explotación, pero
guardaba en el Banco varios valores de empresas industriales, cuyos intereses iba
consumiendo sin remordimientos de conciencia. Y así pasaba con todo.

-Conformes -dije secamente-. Sin embargo, no es posible colocar en un mismo plano
a Mozart y al último fox-trot. Y no es lo mismo que toque usted a la gente música divina
y eterna, o barata música del día.
Cuando Pablo percibió la excitación en mi voz puso en seguida su rostro más
delicioso, me pasó la mano por el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura
increíble.

-Ah, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo. Yo no
tengo ciertamente nada en contra de que usted coloque a Mozart y a Haydn y al
Valencia en el plano que usted guste. A mí me es enteramente lo mismo; yo no soy
quien ha de decidir en esto de los planos, a mí no han de preguntarme sobre el
particular. A Mozart quizá lo toquen todavía dentro de cien años, y el Valencia acaso
dentro de dos ya no se toque; creo que esto se lo podemos dejar tranquilamente al buen
Dios, que es justo y tiene en su mano la duración de la vida de todos nosotros y la de
todos los valses y todos los fox-trots y hará seguramente lo más adecuado. Pero
nosotros los músicos tenemos que hacer lo nuestro, lo que constituye nuestro deber y
nuestra obligación; hemos de tocar precisamente lo que la gente pide en cada momento,
y lo hemos de tocar tan bien, tan bella y persuasivamente como sea posible.

Ciertamente
que había algo bello, poco y escogido, que me parecía por encima de toda duda y
discusión, a la cabeza de todo Mozart, pero ¿dónde estaba el límite? ¿No habíamos
ensalzado de jóvenes todos nosotros, los conocedores y críticos, a obras de arte y
artistas, que nos resultaban hoy muy dudosas y absurdas? ¿No nos había ocurrido esto
con Liszt, con Wagner, a muchos hasta con Beethoven? ¿No era la floreciente emoción
infantil de María por el song de América una impresión artística tan pura, tan hermosa,
tan fuera de toda duda como la emoción de cualquier profesor por el Tristán o el éxtasis
de un director de orquesta ante la Novena Sinfonía? ¿Y no se acomodaba todo esto a los
puntos de vista del señor Pablo y le daba la razón?

-No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito,
amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus
cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién
se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes,
Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así,
pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los
colegios se llama «Historia Universal» y allí hay que aprendérselo de memoria para la
cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es
sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de
ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse.

-Por consiguiente, la fama no es. La fama sólo existe también para la ilustración, es
un asunto de los maestros de escuela. La fama no lo es, ¡ oh, no! Lo es lo que yo llamo
la eternidad. Los místicos lo llaman el reino de Dios. Yo me imagino que nosotros los
hombres todos, los de mayores exigencias, nosotros los de los anhelos, los de la
dimensión de más, no podríamos vivir en absoluto si para respirar, además del aire de
este mundo, no hubiese también otro aire, si además del tiempo no existiese también la
eternidad, y ésta es el reino de lo puro. A él pertenecen la música de Mozart y las
poesías de los grandes poetas; a él pertenecen también los santos, que hicieron
milagros y sufrieron el martirio y dieron un gran ejemplo a los hombres. Pero también
pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza
de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni
lo conserve para la posteridad. En lo eterno no hay futuro, no hay más que presente.
-Tienes razón -dije.
-Los místicos -continuó ella con aire pensativo- son los que han sabido más de estas
cosas. Por eso han establecido los santos y lo que ellos llaman la «comunión de los
santos». Los santos son los hombres verdaderos, los hermanos menores del Salvador.
Hacia ellos vamos de camino nosotros durante toda nuestra vida, con toda buena acción,
con todo pensamiento audaz, con todo amor. La comunión de los santos, que en otro
tiempo era representada por los pintores dentro de un cielo de oro, radiante, hermosa y
apacible, no es otra cosa que lo que yo antes he llamado la «eternidad». Es el reino más
allá del tiempo y de la apariencia. Allá pertenecemos nosotros, allí está nuestra patria,
hacia ella tiende nuestro corazón, lobo estepario, y por eso anhelamos la muerte. Allí
volverás a encontrar a tu Goethe y a tu Novalis y a Mozart, y yo a mis santos, a San
Cristóbal, a Felipe Neri y a todos. Hay muchos santos que en un principio fueron graves
pecadores; también el pecado puede ser un camino para la santidad, el pecado y el
vicio, Te vas a reír, pero yo me imagino con frecuencia que acaso también mi amigo
Pablo pudiera ser un santo. ¡Ah, Harry, nos vemos precisados a taconear por tanta
basura y por tanta idiotez para poder llegar a nuestra casa! Y no tenemos a nadie que
nos lleve; nuestro único guía es nuestro anhelo nostálgico.
Sus últimas palabras las pronunció otra vez en voz muy queda, y luego hubo un
silencio apacible en la estancia; el sol estaba en el ocaso y hacía brillar las letras doradas
en el lomo de los muchos libros de mi biblioteca. Cogí en mis manos la cabeza de
Armanda, la besé en la frente y puse fraternal su mejilla junto a la mía; así nos
quedamos un momento. Así hubiera deseado quedarme y no salir aquel día a la calle.
Pero para esta noche, la última antes del gran baile, se me había prometido María. pag 64 de 98

Pero en el camino no iba pensando en María, sino en lo que Armanda había dicho. Me
pareció que todos estos no eran tal vez sus propios pensamientos, sino los míos, que la
clarividente había leído y aspirado y me devolvía, haciendo que ahora se concretaran y
surgieran nuevos ante mí. Por haber expresado la idea de la eternidad le estaba especial
y profundamente agradecido. La necesitaba; sin esa idea no podía vivir, ni morir
tampoco. El sagrado más allá, lo que está fuera del tiempo, el mundo del valor
imperecedero, de la sustancia divina me había sido regalado hoy por mi amiga y
profesora de baile. Hube de pensar en mi sueño de Goethe, en la imagen del viejo sabio,
que se había reído de un modo tan sobrehumano y me había hecho objeto de su broma
inmortal. Ahora es cuando comprendí la risa de Goethe, la risa de los inmortales. No
tenía objetivo esta risa, no era más que luz y claridad; era lo que queda cuando un
hombre verdadero ha atravesado 105 sufrimientos, los vicios, los errores, las pasiones y
las equivocaciones del género humano y penetra en lo eterno, en el espacio universal. Y
la «eternidad» no era otra cosa que la liberación del tiempo, era en cierto modo su
vuelta a la inocencia, su retransformación en espacio.
-No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito,
amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus
cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién
se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes,
Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así,
pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los
colegios se llama «Historia Universal» y allí hay que aprendérselo de memoria para la
cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es
sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de
ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse.
Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder,
pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no
les pertenece nada. Nada más que la muerte.
-¿Fuera de eso, nada en absoluto?
-Si, la eternidad.
-¿Quieres decir el nombre, la fama para edades futuras?
-No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que
todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son
conocidos de las generaciones posteriores?
-No; naturalmente que no.


-No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito,
amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus
cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién
se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes,
Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así,
pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los
colegios se llama «Historia Universal» y allí hay que aprendérselo de memoria para la
cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es
sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de
ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse.
Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder,
pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no
les pertenece nada. Nada más que la muerte.
-¿Fuera de eso, nada en absoluto?
-Si, la eternidad.
-¿Quieres decir el nombre, la fama para edades futuras?
-No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que
todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son
conocidos de las generaciones posteriores?
-No; naturalmente que no.

Hasta nosotros sube de los confines
del mundo el anhelo febril de la vida:
con el lujo la miseria confundida,
vaho sangriento de mil fúnebres festines,
espasmos de deleite, afanes, espantos,
manos de criminales, de usureros, de santos;
la humanidad con sus ansias y temores,
a la vez que sus cálidos y pútridos olores,
transpira santidades y pasiones groseras,


se devora ella misma y devuelve después lo tragado,
incuba nobles artes y bélicas quimeras,
y adorna de ilusión la casa en llamas del pecado;
se retuerce y consume y degrada
en los goces de feria de su mundo infantil,
a todos les resurge radiante y renovada,
y al final se les trueca en polvo vil.

Nosotros, en cambio, vivimos las frías
mansiones del éter cuajado de mil claridades,
sin horas ni días,
sin sexos ni edades.
Y vuestros pecados y vuestras pasiones
y hasta vuestros crímenes nos son distracciones,
igual y único es para nosotros el menor momento.
Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas,
mirando en silencio girar los planetas,
gozamos del gélido invierno espacial.
Al dragón celeste nos une amistad perdurable;
es nuestra existencia serena, inmutable,
nuestra eterna risa, serena y astral.

Luego llegó María, y después de una comida alegre me fui con ella a nuestro cuartito.
Estuvo en esa noche más hermosa, más ardiente y más íntima que nunca, y me dio a
gustar delicadezas y juegos que consideré como el límite del placer humano.
-María -dije-, eres pródiga hoy como una diosa. No nos mates por completo a los dos,
que mañana es el baile de máscaras. ¿Qué clase de pareja va a ser la tuya en la fiesta?
Temo, mi querida florcilla, que sea un príncipe de hadas y te rapte y no vuelvas ya
nunca a mi lado. Hoy me quieres casi como se quieren los buenos amantes en el
momento de la despedida, en la vez postrera.
Ella oprimió los labios fuertemente a mi oído

-Bien reído -gritó Pablo-; aún aprenderás a reír como los inmortales. Ya, por fin, has
matado al lobo estepario. Con navajas de afeitar no se consigue esto. ¡Cuídate de que
permanezca muerto! En seguida podrás abandonar la necia realidad. En la próxima
ocasión beberemos fraternidad, querido; nunca me has gustado tanto como hoy. Y si
luego le das aún algo de valor, podemos también filosofar juntos y disputar y hablar

acerca de música y acerca de Mozart y de Gluck y de Platón todo cuanto quieras. Ahora
comprenderás por qué antes no era posible. Es de esperar que consigas por hoy
deshacerte del lobo estepario. Porque, naturalmente, tu suicidio no es definitivo;
nosotros estamos aquí en un teatro de magia; aquí no hay más que fantasías, no hay
realidad. Elígete cuadros bellos y alegres y demuestra que realmente no estás
enamorado ya de tu dudosa personalidad. Mas si, a pesar de todo, la volvieras a desear,
no necesitas más que mirarte de nuevo en el espejo que ahora voy a enseñarte. Tú
conoces, desde luego, la antigua y sabia sentencia: «Un espejito en la mano, es mejor
quedos en la pared.» ¡Ja, ja! (De nuevo volvió a reír de un modo tan hermoso y tan
terrible.) Así, y ahora no falta por ejecutar más que una muy pequeña ceremonia y muy
divertida. Has tirado ya las gafas de tu personalidad; ahora ven y mira en un espejo
verdadero. Te hará pasar un buen rato. Entre risas y pequeñas caricias extravagantes
me hizo dar media vuelta, de modo que quedé frente al espejo gigante de la pared. En
él me vi.


Con un rápido estremecimiento se alzó por un segundo dentro de mí la
imagen de un recuerdo: Armanda junto a la mesa de un restaurante, abstraída un
momento del vino y de los manjares y perdida en un diálogo sin fondo, con una terrible
serenidad en la mirada, cuando me dijo que sólo iba a hacer que me enamorara de ella,
para ser muerta por mi mano. Una pesada ola de angustia y de tinieblas pasó sobre mi
corazón; de repente volví a sentir de nuevo en lo más íntimo de mi ser la tribulación y la
fatalidad. Desesperado, metí la mano al bolsillo para sacar las figuras y hacer un poco de
magia y permutar el orden de mi tablero. Ya no estaban las figuras. En vez de las
figuras saqué del bolsillo un puñal. Con angustia de muerte me puse a correr por el
pasillo, pasando por delante de las puertas; me paré de pronto frente al espejo
gigantesco, y me miré en él. En el espejo estaba, como yo de alto, un hermoso lobo
enorme, estaba quieto, relampagueaba recelosa su mirada intranquila. Flameante, me
guiñaba los ojos, reía un poco, de modo que al entreabrir por un momento las fauces, se
podía ver la lengua encarnada.
¿Dónde estaba Pablo? ¿Dónde estaba Armanda? ¿Dónde estaba el tipo inteligente que
había charlado de modo tan delicioso de la reconstrucción de la personalidad?
De nuevo miré al espejo. Yo había estado tonto. Detrás del alto cristal no había lobo
ninguno que estuviera dando vueltas a la lengua dentro de la boca. En el espejo estaba
yo, estaba Harry, con su rostro gris, abandonado de todos los juegos, fatigado de todos
los vicios, horriblemente pálido, pero de todos modos, un hombre, de todos modos
alguien, con quien poder hablar.
-Harry -dije-, ¿qué haces ahí?
-Nada -dijo el del espejo-. No hago más que esperar. Espero a la muerte.
-¿Y dónde está la muerte? -pregunté.
-Ya viene -dijo el otro.
Y a través de las estancias vacías del interior del teatro oí resonar una música
hermosa y terrible, aquella música del Don Juan, que acompaña la salida del convidado
de piedra. Horribles retumbaban los compases de hielo por la casa espectral,
procedentes del otro mundo, de los inmortales.
¡Mozart! -pensé, evocando con ello las imágenes más amadas y más sublimes de mi
vida anterior.
Entonces se oyó detrás de mí una carcajada, una carcajada clara y glacial, surgida de
un mundo de sufrimientos y de humorismo de dioses que los hombres desconocían. Di
media vuelta, con la sangre helada y como transportado a otras esferas por aquella risa,
y entonces llegó andando Mozart, cruzó sonriente a mi lado, se dirigió sereno y con paso
menudo a una de las puertas de los palcos, la abrió y entró, y yo seguí ávido al dios de
mi juventud, al perenne ideal de mi amor y veneración. La música seguía sonando.
Mozart estaba junto a la barandilla del palco; del teatro no se veía nada, tinieblas
llenaban el espacio sin límites.
-¿Ve usted? -dijo Mozart-. Nos podemos pasar sin saxofón.
Aunque yo, ciertamente, no quisiera acercarme mucho a este famoso instrumento.
-¿Dónde estamos? -pregunte.
-Estamos en el último acto del Don Juan. Leporrello está ya de rodillas. Una escena
magnífica, y hasta la música se puede oír, vaya. Aun cuando tiene todavía toda clase de
matices humanos dentro de si, se manifiesta ya el otro mundo, la risa, ¿no?
-Es la última música grande que se ha escrito -dije solemnemente, como un profesor-
. Ciertamente que vino todavía Schubert, que vino después Hugo Wolf, y tampoco debo

olvidar al pobre y magnífico Chopin. Arruga usted la frente, maestro. ¡Oh, desde luego!
También está ahí Beethoven, también él es maravilloso. Pero todo esto, por muy
hermoso que sea, tiene ya algo de fragmentario en sí mismo, de disolvente; una obra
tan perfectamente acabada no se ha vuelto a hacer ya por los hombres desde el Don
Juan.
-No se esfuerce usted -reía Mozart de una manera terriblemente burlona-. ¿Usted
mismo es seguramente músico, por lo visto? Bueno, yo ya he dejado la profesión; ya
estoy retirado. Sólo por broma me dedico todavía alguna vez al oficio.
Levantó las manos como si estuviera dirigiendo, y una luna, o un astro pálido por el
estilo, salió en alguna parte; por encima de la barandilla extendí la vista sobre inmensos
abismos espaciales, nubes y nieblas cruzaron por ellos, tenuemente se divisaban los
montes y las playas; debajo de nosotros se extendía inmensa una llanura semejante al
desierto. En esta llanura vimos a un anciano de aspecto venerable con luenga barba, el
cual, con cara melancólica, iba conduciendo una enorme procesión de varias decenas de
millares de hombres vestidos de negro. Parecía afligido y sin esperanza, y Mozart dijo:
-Vea usted: ése es Brahms. Va en pos de la redención, pero aún le queda un buen
rato.

Supe que los millares de enlutados eran todos los artistas de las voces y notas
puestas de más en sus partituras, según el juicio divino.
- Excesiva instrumentación, demasiado material desperdiciado
-asintió Mozart.
E inmediatamente vimos caminar, a la cabeza de otro ejército tan
grande, a Ricardo Wagner, y sentimos cómo los millares de taciturnos acompañantes
lo abrumaban; cansino y con resignado andar, lo vimos arrastrarse a él también.
-En mi juventud -observé con tristeza- pasaban estos dos músicos por lo más
antitético imaginable.
Mozart se echó a reír.
-Sí, eso pasa siempre. Vistos desde alguna distancia, suelen ir pareciéndose cada vez
más estos contrastes. Por otra parte, la excesiva instrumentación no fue defecto
personal de Wagner ni de Brahms, fue de su tiempo.
- ¿ Cómo? ¿Y por qué han de hacer una penitencia tan tremenda?
-exclamé en tono de acusación.
-Naturalmente. Son los trámites. Sólo cuando hayan lavado la culpa de su tiempo, se
demostrará si queda algo personal todavía que valga la pena hacer el balance.
-Pero ninguno de los dos tiene la culpa.
-Naturalmente que no. Tampoco tiene usted la culpa de que Adán devorara la
manzana, y, sin embargo, ha de purgarlo también.
-Pero eso es terrible.
-Es verdad; la vida es siempre terrible. Nosotros no tenemos la culpa y somos
responsables, sin embargo. Se nace y ya es uno culpable. Usted tiene que haber recibido
una mediana enseñanza de Religión, si no sabe esto.
Me había ido sumiendo en un estado de ánimo verdaderamente lastimoso. Me veía a
mí mismo, un peregrino muerto de cansancio, caminar errante por los desiertos del más
allá, cargado con los muchos libros inútiles que había escrito, con todos los ensayos, con
todos los folletones, seguido del ejército de cajistas que habían tenido que trabajar en
ellos, del ejército de lectores que habían tenido que tragarse toda mi obra. ¡Dios mío! Y
Adán, y la manzana, y toda la restante culpa hereditaria estaban además allí. Es decir,
que todo esto había que purgarlo, purgatorio infinito, y entonces surgiría la cuestión de
si detrás de todo esto existía todavía algo personal, algo propio, o si todo mi trabajo y
sus consecuencias no eran más que espuma vacía sobre la superficie del mar, juego sin
sentido no más en el torrente de los sucesos.
Mozart empezó a reír con estrépito, cuando vio mi cara larga. De risa daba saltos en
el aire y empezó a hacer cabriolas con las piernas. Luego me gritó a la cara:
-Je, hijo mío, te estás haciendo un lío, y no dices ni pío. ¿Piensas en tus lectores,
sufridos pecadores, los ávidos roedores? ¿Piensas en tus cajistas y linotipistas, herejes y

anabaptistas, cizañeros y trapisondistas, y no más que medianos artistas? Me da mucha
risa tu angustia imprecisa, tu torpe sonrisa; ¡es para morirse de risa y como para
hacérselo en la camisa! Veo tu lucha incruenta, con la tinta de imprenta, con tu pena
violenta, y por evitarte la afrenta, aunque sea una broma tremenda, voy a hacerte de un
cirio la ofrenda. ¡Vaya un galimatías que te has armado; te sientes en ridículo,
desgraciado, y estás en evidencia y condenado y ante tus propios ojos menospreciado!
No sabes lo que hacer ni qué emprender. Con Dios logres quedarte, pero el diablo
vendrá a llevarte, y a zurrarte y a apalearte, por tu literatura y arte, como que todo lo
has apandado en cualquier parte.
Esto, en cambio, era ya demasiado fuerte para mí, la ira no me dejaba tiempo de
seguir entregado a la melancolía. Cogí a Mozart por la trenza, salió volando, la trenza se
fue estirando como la cola de un cometa, en cuyo extremo colgaba yo, y fui lanzado a
dar vueltas por el mundo. ¡Diablo, hacía frío en este mundo! Estos inmortales
aguantaban un aire helado horrorosamente tenue. Pero daba gusto este aire de hielo.
Me di cuenta de ello en los breves segundos antes de perder el sentido. Me invadió una
alegría amarga y punzante, reluciente como el acero y helada, una gana de reír tan clara
y fieramente, y de modo tan supraterreno, como lo había hecho Mozart. Pero en el
mismo instante me quedé sin hálito y sin conocimiento.

Confuso y maltrecho volví en mí, la luz blanca del pasillo se reflejaba en el suelo
brillante. No me encontraba entre los inmortales, todavía no. Seguía estando aún al lado
de acá, con los enigmas, los sufrimientos, los lobos esteparios, las complicaciones
atormentadoras. No era un buen lugar, no era una mansión agradable. A esto había que
ponerle término.
En el gran espejo de la pared estaba Harry frente a mí. No tenía buen aspecto, no
tenía un aspecto muy diferente del de aquella
noche de la visita al profesor y del baile en el Aguila Negra. Pero de esto hacía mucho
tiempo, años, siglos. Harry se había hecho viejo, había aprendido a bailar, había visitado
teatros mágicos, había oído reír a Mozart, ya no tenía miedo de bailes, de mujeres ni de
navajas. Hasta una inteligencia mediana adquiere madurez si ha andado correteando un
par de siglos. Mucho tiempo estuve mirando a Harry en el espejo; aún lo conocía bien,
aún seguía pareciéndose un poquito al Harry de quince años, que un domingo de marzo
se encontró entre las peñas a Rosa y se quitó ante ella su primer sombrero de hombre.
Y, sin embargo, desde entonces había envejecido unos cuantos cientos de años, se había
dedicado a la música y a la filosofía hasta hartarse, había bebido vino de Alsacia en el
«Casco de Acero» y había discutido acerca de Krichna con honrados eruditos, había
amado a Erica y a María, se había hecho amigo de Armanda, y disparado a los
automóviles, y dormido con la escurrida chinita, había encontrado a Goethe y a Mozart,
y hecho algunos desgarrones en la red, que aún lo apresaba, del tiempo y de la
aparente realidad. Y si había vuelto a perder sus lindas figuras de ajedrez, tenía en
cambio un buen puñal en el bolsillo. ¡Adelante, viejo Harry, viejo y cansado compañero!
¡Ah, diablo, qué amarga sabía la vida! Escupí a la cara al Harry del espejo, le di un
golpe con el pie y lo hice añicos. Lentamente fui dando la vuelta por el pasillo, que
resonaba a mis pisadas, observé con atención las puertas que tantas lindezas habían
prometido; ya no había inscripción en ninguna. Despacio fui recorriendo todas las cien
entradas del teatro mágico. ¿No había estado yo en un baile de máscaras? Cien años
habían transcurrido desde entonces. Pronto ya no habrá años. Algo había que hacer aún.
Armanda estaba esperando. Iba a ser una boda singular. En una ola sombría iba yo
nadando, llevado por la tristeza, yo esclavo, yo lobo estepario. ¡Ah, demonio!
Ante la última puerta me quedé parado. Allí me había llevado ~ ola de melancolía.
¡Oh, Rosa; oh, juventud lejana; oh, Goethe y Mozart!
Abrí. Lo que encontré al otro lado de la puerta fue un cuadro sencillo y hermoso.
Sobre tapices en el suelo hallé tendidas a dos personas desnudas, la bella Armanda y el
bello Pablo, muy juntos, durmiendo profundamente, hondamente agotados por el juego

de amor que parece tan insaciable y sin embargo, sacia tan pronto. Tipos hermosos,
hermosísimos, imágenes magníficas, cuerpos de maravilla. Debajo del pecho izquierdo
de Armanda había una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco
amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo. Allí donde estaba la huella introduje
mi puñal, todo lo larga que era la hoja. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de
Armanda. Con mis besos hubiera absorbido aquella sangre, si todo hubiese sido de otra
manera, si se hubiese producido de otro modo. Y ahora no lo hice, sólo estuve mirando
cómo corría la sangre y vi abrirse sus ojos un momento, plenos de dolor, profundamente
admirados. ¿Por qué se admira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los ojos. Pero
éstos volvieron a cerrarse por sí mismos. Consumado estaba. Hizo un ligerísimo
movimiento sobre el costado. Desde la axila hasta el pecho vi juguetear una sombra
delicada y tenue, que quería recordarme alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó
tendida inmóvil.
Mucho tiempo estuve mirándola. Por último sentí un estremecimiento, como si
despertara de mi letargo, y quise marcharme. Entonces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir
los ojos, lo vi estirarse, inclinarse sobre la hermosa muerta y sonreír. Nunca ha de
ponerse serio este tipo, pensé, todo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo
una esquina del tapiz y cubrió a Armanda hasta el pecho, de manera que ya no se veía
la herida, y luego se salió del palco sin hacer el menor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dejaban
solo todos? Solo me quedé con la muerta a medio tapar, con la muerta para mí tan
querida y tan envidiada. Sobre su pálida frente pendía el mechón varonil, la boca se
destacaba roja de toda la cara exangüe y estaba un poco entreabierta, su cabello
exhalaba un delicado aroma y dejaba medio traslucir la minúscula oreja.
Ya estaba cumplido su deseo. Sin haber llegado a ser enteramente mía, había yo
matado a mi amada. Había ejecutado lo inconcebible, y luego me arrodillé y estuve
mirando con los ojos fijos, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si
había sido bueno y justo, o lo contrario. ¿Qué diría de esto el inteligente jugador de
ajedrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no estaba en condiciones de reflexionar.
Cada vez más roja ardía la boca pintada en el rostro que iba apagándose. Así había sido
toda mi vida, así había sido mi poquito de felicidad y de amor, como esta boca rígida: un
poco de carmín sobre una cara de muerto.
Y esta cara muerta, estos hombros y estos brazos blancos muertos exhalaban,
ascendiendo lentamente, un escalofrío, un espanto y una soledad invernales, un frío
poco a poco en aumento que empezaba a congelarme los dedos y los labios. ¿Es que
había yo apagado el sol? ¿Había matado acaso el venero de toda vida? ¿Irrumpía el frío
de muerte del espacio universal?
Estremecido estuve mirando la frente petrificada, el mechón rígido, el pálido
resplandor helado del pabellón de la oreja. El frío que irradiaba de ellos era mortal y, al
mismo tiempo, era hermoso: vibraba y sonaba maravillosamente, ¡era música!
¿No había sentido yo ya una vez, en otra época pretérita, este estremecimiento, que
era a la par como una felicidad? ¿No había escuchado yo ya otra vez esta mús¡ca? Sí,
con Mozart, con los inmortales.
Vinieron a mi mente unos versos que una vez, tiempo atrás, había encontrado en
alguna parte:

Nosotros, en cambio, vivimos las frías
mansiones del éter cuajado de mil claridades,
sin horas ni días,
sin sexos ni edades...
Es nuestra existencia serena, inmutable;
nuestra eterna risa, serena y astral.

En aquel momento se abrió la puerta del palco y entró, sin que yo lo conociera hasta
la segunda mirada que le dirigí, Mozart, sin trenza, sin calzón corto, sin zapatos de
hebilla, vestido a la moderna.

Se sentó muy cerca de mí, estuve por llamarle la atención y sujetarlo para que no se
manchara con la sangre del pecho de Armanda que había corrido por el suelo. Se sentó
y se entretuvo con unos pequeños aparatos e instrumentos que había por allí; le daba a
aquello mucha importancia; anduvo dando vueltas a tornillos y clavijas, y yo estuve
mirando con asombro sus dedos hábiles y ligeros que con tanto gusto hubiera visto
alguna vez tocar el piano. Pensativo, lo miré, o mejor dicho, pensativo no, sino alucinado
y como perdido en la contemplación de sus dedos hermosos e inteligentes, y
reconfortado y a la vez un poco sobrecogido por la sensación de su proximidad. Y no
puse el menor cuidado en lo que realmente hacía ni en lo que andaba atornillando y
manipulando.
Era un aparato de radio lo que acababa de montar y poner en marcha, y luego
conectó el altavoz y dijo:
-Se oye Munich, el Concerto grosso en fa mayor, de Händel.
Y en efecto, para mi indescriptible asombro e indignación, el endiablado embudo de
latón empezó a vomitar al punto esa mezcla de mucosa bronquial y de goma masticada
que los dueños de gramófonos y los abonados a la radio han convenido en llamar
música, y detrás de la turbia viscosidad y del restañeo, como se ve tras una gruesa
costra de suciedad un precioso cuadro antiguo, podía reconocerse verdaderamente la
noble estructura de aquella música divina, la armadura regia, el hálito amplio y sereno,
la plena y majestuosa melodía.
-¡Dios mío! -grité indignado-. ¿Qué hace usted, Mozart? ¿Pero en serio nos hace usted
esta porquería a usted mismo y a mí? ¿Nos dispara usted este horrible aparato, el
triunfo de nuestro siglo, la última arma victoriosa en la lucha a muerte contra el arte?
¿Está bien esto, Mozart?
¡Cómo se reía entonces el hombre siniestro, cómo reía de un modo frío y espectral,
sin ruido, y, sin embargo, destrozando todo con su risa! Con placer íntimo observaba
mis tormentos, daba vueltas a los malditos tornillos, manipulaba en el embudo de latón.
Riendo, dejó que la música desfigurada, envenenada y sin espíritu, siguiera infiltrándose
por el espacio. Riendo, me contestó:
-Por favor, no se ponga usted patético, vecino. ¿Ha oído usted por lo demás el
ritardando? Un capricho, ¿eh? Si, pues deje usted, hombre impaciente, deje entrar en su
alma el pensamiento de este ritardando... ¿Oye usted los bajos? Avanzan como dioses;
y deje usted penetrar este capricho del viejo Händel en su inquieto corazón y
tranquilizarlo. Escuche usted, hombrecito, por una vez siquiera sin aspavientos ni
broma, cómo detrás del velo en efecto irremediablemente idiota de este ridículo aparato,
pasa majestuosa la lejana figura de esta música divina. Ponga usted atención; algo se
puede aprender en ello. Observe cómo esta absurda caja de resonancia hace en
apariencia lo más necio, lo más inútil, lo más, execrable del mundo y arroja una música
cualquiera, tocada en cualquier parte, la arroja necia y crudamente, y al propio tiempo,
lastimosamente desfigurada, a sitios inadecuados, y cómo a pesar de todo no puede
destruir el alma prístina de esta música, sino únicamente poner de manifiesto en ella la
propia técnica torpe y la fiebre de actividad falta de todo espíritu. ¡Escuche usted bien,
hombrecito; le hace falta! ¡Ea, atención! Así. Y ahora no sólo oye usted a un Händel
oprimido por la radio, que, sin embargo, hasta en esta horrorosa forma de aparición
sigue siendo divino; oye usted y ve, carísimo, al propio tiempo una valiosa parábola de
la vida entera. Cuando está usted escuchando la radio, oye y ve la lucha eterna entre la
idea y el fenómeno, entre la eternidad y el tiempo, entre lo divino y lo humano.
Precisamente, amigo, igual que la radio va arrojando a ciegas la música más magnífica
del mundo durante diez minutos por los lugares más absurdos, por salones burgueses y
por sotabancos, entre abonados que están charlando, comiendo, bostezando o
durmiendo, así como despoja a esta música de su belleza sensual, la estropea, la
embadurna y la desgarra y, sin embargo, no puede matar por completo su espíritu;
exacta mente lo mismo actúa en la vida la llamada realidad, con el magnífico juego de
imágenes ofrece a continuación de Händel una disertación acerca del modo de desfigurar
los balances en las Empresas industriales al uso, hace de encantadores acordes

orquestales un bodrio poco apetecible de sonidos, introduce por todas partes su técnica,
su actividad febril, su miserable incultura y su frivolidad entre el pensamiento y la
realidad, entre la orquesta y el oído. Toda la vida es así, hijo, y así tenemos que dejar
que sea, y si no somos asnos, nos reímos, además. A personas de su clase no les cuadra
criticar la radio ni la vida. Es preferible que aprenda usted antes a escuchar. ¡Aprenda a
tomar en serio lo que es digno de que se tome en serio, y ríase usted de lo demás! ¿O
es que usted mismo lo ha hecho acaso mejor, más noblemente, más inteligentemente,
con más gusto? No, monsieur Harry; no lo ha hecho usted. Usted ha hecho de su vida
una horrorosa historia clínica, de su talento una desgracia. Y usted, a lo que veo, no ha
sabido emplear a una muchacha tan linda, para otra cosa más que para introducirle un
puñal en el cuerpo y destrozarla. ¿Considera usted justo esto?
-¿Justo? ¡Oh, no! -grité desesperado-. ¡Dios mío, si todo es tan falso, tan
endiabladamente tonto y malo! Yo soy una bestia, Mozart, una bestia necia y malvada,
enferma y echada a perder; en eso tiene usted mil veces razón. Pero, por lo que atañe a
esta muchacha, ella misma lo ha querido así; yo sólo he cumplido su propio deseo.
Mozart reía en silencio, pero, en cambio, tuvo ahora la excelsa bondad de
desenchufar la radio.
Mi defensa me sonó a mí mismo, de pronto, bien estúpida; a mí, que hacía un
momento nada más había creído sinceramente en ella. Cuando en una ocasión Armanda
-así volví a acordarme de repente- me había hablado del tiempo y de la eternidad,
entonces había estado yo dispuesto inmediatamente a considerar a sus pensamientos
como reflejos de los míos propios. Pero que la idea de dejarse matar por mí era el
capricho y el deseo más íntimo de Armanda y no estaba influido por mí en lo más
mínimo, me había parecido indudable. ¿Por qué entonces no sólo había aceptado y
creído esta idea tan terrible y tan extraña, sino que hasta la había adivinado de
antemano? ¿Acaso porque era mi propio pensamiento? ¿Y por qué había asesinado a
Armanda precisamente en el momento de encontrarla desnuda en los brazos de otro?
Omnisciente y llena de sarcasmo, resonaba la risa callada de Mozart.
-Harry -dijo-, es usted un farsante. ¿No había de haber deseado de usted realmente
esta pobre muchacha otra cosa que una puñalada? ¡Eso, cuénteselo usted a otro! Vaya,
y, por lo menos, ha tenido usted buen tino; la pobre criatura está bien muerta. Acaso
sería ya hora de que se diese usted cuenta de las consecuencias de su galantería hacia
esta dama. ¿ O querría usted esquivar las consecuencias?
-¡No! -grité-. ¿Es que no comprende usted nada? ¡Yo esquivar las consecuencias! No
anhelo otra cosa más que expiar, expiar, expiar, poner la cabeza debajo de la guillotina
y dejarme castigar y destruir.
Insoportablemente burlón, me miraba Mozart.
-¡Qué patético se pone usted siempre! Pero aún ha de aprender usted humorismo,
Harry. El humorismo siempre es algo patibulario, y si es preciso, lo aprenderá usted en
el patíbulo. ¿Está usted dispuesto a ello? ¿Sí? Bien, entonces acuda usted al juez y sufra
con paciencia todo el aparato poco divertido de los agentes de la Justicia, hasta la fría
decapitación una mañana temprano en el patio de la cárcel. ¿Está usted realmente
dispuesto a ello?
Una inscripción brilló, de repente, ante mí:
Ejecución de Harry
y yo di con la cabeza mi asentimiento. Un patio desmantelado entre cuatro paredes,
con ventanas pequeñas de rejas; una guillotina automática bien cuidada; una docena de
caballeros en trajes talares y de levita, y en medio, yo, tiritando en un ambiente gris de
madrugada, con el corazón oprimido por un miedo que daba compasión, pero dispuesto
y conforme. A una voz de mando avancé; a una voz de mando me puse de rodillas. El

juez se quitó el birrete y carraspeó; también los otros señores carraspearon. Aquél
desenrolló un papel solemne y leyó:
-Señores, ante ustedes está Harry Haller, acusado y responsable del abuso temerario
de nuestro teatro mágico. Haller no sólo ha ofendido el arte sublime, al confundir
nuestra hermosa galería de imágenes con la llamada realidad, y apuñalar a una
muchacha fantástica con un fantástico puñal; ha tenido, además, intención de servirse
de nuestro teatro, sin la menor pizca de humorismo, como de una máquina de suicidio.
Nosotros, por ello, condenamos a Haller al castigo de vida eterna y a la pérdida por doce
horas del permiso de entrada en nuestro teatro. Tampoco puede remitírsele al acusado
la pena de ser objeto por una vez de nuestra risa. Señores, atención: A la una, a las
dos, ¡a las tres!
Y a las tres prorrumpieron todos los presentes con impecable precisión, en una
carcajada sonora y a coro, una carcajada del otro mundo, terrible y apenas soportable
para los hombres.
Cuando volví en mí, estaba Mozart sentado a mi lado como antes; me dio un golpe en
el hombro y dijo:
-Ya ha escuchado usted su sentencia. No tendrá más remedio que acostumbrarse a
seguir oyendo la música de radio de la vida. Le sentará bien. Tiene usted poquísimo
talento, querido y estúpido amigo; pero así, poco a poco, habrá ido comprendiendo ya lo
que se exige de usted. Ha de hacerse cargo del humorismo de la vida, del humor
patibulario de esta vida. Claro que usted está dispuesto en este mundo a todo menos a
lo que se le exige. Está dispuesto a asesinar muchachas, está dispuesto a dejarse
ejecutar solemnemente. Estaría dispuesto también con seguridad a martirizarse y a
flagelarse durante cien anos. ¿O no?
-¡Oh, sí con toda mi alma! -exclamé en mi estado miserable.
-¡Naturalmente! Para todo espectáculo necio y falto de humor se puede contar con
usted, señor de altos vuelos, para todo lo patético y sin gracia. Sí; pero a mí eso no me
gusta; por toda su romántica penitencia no le doy a usted ni cinco céntimos. Usted
quiere ser ajusticiado, quiere que le corten la cabeza, sanguinario. Por este ideal idiota
sería usted capaz de cometer diez asesinatos. Usted quiere morir, cobarde; pero no
vivir. Al diablo, si precisamente lo que tiene usted que hacer es vivir. Merecería usted
ser condenado a la pena más grave de todas.
-¡Oh! ¿Y qué pena sería esa?
-Podríamos, por ejemplo, hacer revivir a la muchacha y casar a usted con ella.
-No; a eso no estaría dispuesto. Habría una desgracia.
-Como si no fuese ya bastante desgracia todo lo que ha hecho usted. Pero con lo
patético y con los asesinatos hay que acabar ya. Sea usted razonable por una vez. Usted
ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír. Ha de escuchar la maldita música
de la radio de este mundo y venerar el espíritu que lleva dentro y reírse de ¡a demás
murga. Listo, otra cosa no se le exige.
En voz baja, y como entre dientes, pregunté:
-¿Y si yo me opusiera? ¿Y si yo le negara a usted, señor Mozart, el derecho de
disponer del lobo estepario y de intervenir en su destino?
-Entonces -dijo apaciblemente Mozart- te propondría que fumaras aún uno de mis
preciosos cigarrillos.
Y al decir esto y sacar del bolsillo del chaleco por arte de magia un cigarrillo y
ofrecérmelo, de pronto ya no era Mozart, sino que miraba expresivo, con sus oscuros
ojos exóticos, y era mi amigo Pablo, y se parecía como un hermano gemelo al hombre
que me había enseñado el juego de ajedrez con las figuritas.
-¡Pablo! -grité dando un salto-. Pablo, ¿dónde estamos?
-Estamos -sonrió- en mi teatro mágico, y si por caso quieres aprender el tango, o
llegar a general, o tener una conversación con Alejandro Magno, todo esto está la vez
próxima a tu disposición. Pero he de confesarte, Harry, que me has decepcionado un
poco. Te has olvidado malamente, has quebrado el humor de mí pequeño teatro y has
cometido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito

mundo alegórico con manchas de realidad. Esto no ha estado bien en ti. Es de esperar
que lo hayas hecho al menos por celos, cuando nos viste tendidos a Armanda y a mí. A
esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido
mejor el juego. En fin, podrá corregirse.
Cogió a Armanda, la cual, entre sus dedos, se achicó al punto hasta convertirse en
una figurita del juego, y la guardó en aquel mismo bolsillo del chaleco del que había
sacado antes el cigarrillo.
Aroma agradable exhalaba el humo dulce y denso; me sentí aligerado y dispuesto a
dormir un año entero.
Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte
detrás de mí su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras
del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de
empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de
nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior.
Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería
a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando.

































































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